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Censuras y noticias

Francisco Pomares

 

La dimisión que no llegó a producirse era –sin duda alguna- la noticia del martes: el ex ministro Ábalos haciendo pucheros en su despedida del grupo socialista y jurando defender su honradez hasta las últimas consecuencias. Miedito da. Pero todo va deprisa: apenas un par de horas después, a una hora tan británica como la del té, comenzó a saberse que Miguel Ángel Ramírez y tres empleados suyos, entre otros el ex diputado Lucas Bravo de Laguna, eran demandados por la Fiscalía por evasión de impuestos, después de tres ventas al Servicio Canario de Salud de mascarillas, por un importe total de 23 millones de euros.

 

4+13+23=39 millones en mascarillas problemáticas son muchos millones para una región pequeña como la nuestra. Y éste resultaba ser el tercer caso en el que la venta de tapabocas al Gobierno del Pacto de las flores acababa en los tribunales. Era sin duda una noticia regional de importancia, y más aún cuando la confirmación de la querella contra Ramírez por no pagar sus impuestos -difundida inicialmente por Radio Club y Efe- se producía el día antes de que el ex presidente Torres, ministro sanchista hoy, compareciera ante el Congreso para dar explicaciones sobre las compras a la empresa que pagaba a Koldo. Esa era la noticia, y por eso decidí contarlo, en la tertulia de Conecta Canarias.

 

No voy a aburrirles con lo que pasó después, pero si les confieso que debo ser de los pocos que no le han dado demasiada importancia a que se me interrumpiera. Llevo ya cerca de cincuenta años en esto, he escrito en todos los periódicos que hoy existen en esta región, y en casi todos los que cerraron (no siempre por culpa mía), he trabajado y trabajo en radio y televisión, y estoy acostumbrado a recibir presiones de fuera e instrucciones de dentro. También he sido director de un periódico, y he procurado que los periodistas se sintieran cómodos pero conocieran los límites. Es importante conocer los límites y las reglas cuando uno trabaja en esto. Es importante saber que el pinganillo sirve para recibir consejos o advertencias, y a veces también órdenes. Los periodistas sabemos que aprender a convivir con la línea editorial de los medios en los que trabajamos es nuestra primera obligación, y que ser capaces de sortear lo que se considera sensato en los periódicos y emisoras, es un aprendizaje constante, un arte y un juego de equilibrios y compromisos, en el que triunfan o se estrellan los buenos y no tan buenos del oficio. He tenido la suerte de sentirme muy pocas veces censurado en mis opiniones por los medios en los que he trabajado, aunque en más de una ocasión se me han corregido –casi siempre para fortuna mía- errores, incoherencias, y algún que otro exceso de celo o de soberbia. De joven aprendí muchísimo de mi primer censor –Paco Cansino-, el mejor redactor jefe que he conocido jamás. Casi todo lo que se de este oficio lo aprendí soportando sus salvajes expurgues de mis textos. No me pasaba una.

 

De Cansino, de Leopoldo Fernández y de Guillermo García-Alcalde aprendí la importancia de respetar los límites. Hoy los límites han explotado: se puede uno ciscar sin grandes problemas en el Papa o en el Rey, y con algo de más dificultad en McDonalds o unos grandes almacenes. Pero mucho más que la censura al uso, lo que temo de verdad es el preocupante el contagio de la estupidez y el miedo que la nueva religión woke y las redes nos imponen todos los días…

 

Ayer vimos algo de eso: una reacción masiva, de alcance nacional, viral, ante un desliz fruto de la presión y el directo, que llevó a una joven periodista a decir algo que no se debería decir, porque hay instrucciones que el pinganillo resiste, pero la exposición pública no aguanta. Por eso no me sentí ofendido, si acaso sorprendido por la torpeza. Soy un periodista viejo y de colmillos retorcidos, con la panza cubierta de costras y la espalda quitinosa. Aún me desagradan muchas cosas del oficio, pero intento asumirlo y no engañarme ni engañar a mis alumnos de periodismo sobre lo que importante y lo que no. Lo importante ayer era la noticia que ese extraordinario periodista que es Javier Rodríguez escribió para la radio y yo decidí colar vicariamente en la tele: el tercer caso mascarillas. El desliz de mi compañera Helena San Pedro o el error –si es que lo fue- del director del programa, es bastante irrelevante, y su crítica, puro exceso, desmesura y ruido, pasto de tuit, histeria inquisitorial y desatada de una sociedad digital cada vez más necesitada de sentirse víctima, cada vez más inconsciente de vivir instalada en trincheras. La sorpresa ha sido descubrir a las mismas voces, la mayoría anónimas, que hace dos años pedían mi cabeza con acusaciones que los tribunales han sentenciado como falsas, y que ahora han convertido una metedura de pata es un asunto de alcance nacional y a mí en mártir de la libertad de expresión porque tuve que callarme.

 

Pues hablo ahora.

 

Y lo que digo es que la noticia de ayer era la otra.

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