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Ciegos

 

Por Francisco Pomares

 

Algo menos de sesenta millones de fotografías son subidas todos los días a Instagram. ¿Es eso el éxito de la imagen, como nos dicen algunos expertos? Yo creo que no: si una persona quisiera ver todas esas fotos, dedicando un segundo a cada una de ellas, tardaría cincuenta años de su vida. Instagram, con sus casi 60 millones de imágenes diarias, Facebook, con 300 millones, o Snapchat (la red más usada por adolescentes, que coloca a las imágenes orejas de perro o conejo y bigotes de gato), con la friolera de mil millones de fotografías diarias, son hoy gigantescos estercoleros de imágenes que dejan de existir -excepto para sus protagonistas y quizá un muy reducido grupo de conocidos- desde el mismo momento en que se hacen. Son, además, fotos que no representan la realidad. Fotos pasadas por tal cantidad de filtros y retoques que presentan a los gordos como delgados, a los bajos como altos, a los feos como guapos, y a todos como mucho menos tontos del bote de lo que realmente somos.

 

Hay redes sociales a las que podría buscarse la vuelta de cierta utilidad social o sentido práctico. Pero las que sirven casi exclusivamente para colgar imágenes solo sirven para alimentar el ego de sus usuarios: ¿A quién puede importarle realmente el aspecto de lo que hayas comido hoy? Si mirar fotos de platos proporcionara un placer digno de ser comunicado, la gente robaría las cartas de los restaurantes. Esta invasión del espacio virtual por platillos exóticos, pizzas de peperoni o helados de seis sabores con nata y minucias de chocolate es una moda absurda, sin precedentes conocidos: hace quince años nadie llamaba por teléfono a sus amigos o familiares para contarles lo que había comido. Pero hoy millones de platos servidos en todos los comedores del planeta polucionan las redes, aunque en realidad no significan nada. Nadie los mira realmente.



No ocurre lo mismo con los selfies de alegría impostada ante cualquier cita, reunión o encuentro que atiborran lo digital, especialmente -pero no solo- en fechas señaladas. Esos falsos contentos servidos para consumo efímero de cotillas cercanos no conmueve realmente, pero entre las sonrisas forzadas de felicidad familiar, las sesudas reflexiones en un centenar de caracteres bajo la imagen de una huella de chancla en la arena de la playa o las ridículas poses de relumbrón, inmortalizadas durante solo un clic para alimentar el ego nada virtual de quienes las mandan al ciberespacio, se mueven miles de millones: la red que coloca bigotes de gato sobre la nariz de los jóvenes triplicaba el valor de Twiter el día después de salir a bolsa. El imperio de lo efímero ganó sin esfuerzo -en el primer round- al de la mínima expresión de las ideas.

No somos aún conscientes de ello, pero este aluvión exponencial de imágenes triviales que a nadie interesan supone el entierro de la imagen revelada como la conocíamos hasta ahora: nadie indexa los miles de fotos que almacena. La nube soporta el peso de un basural sin dueño ni valor social alguno, mientras seguimos acumulando píxeles inservibles. Fotografiamos absolutamente todo para no tener que mirar de verdad nada. Estamos cada vez más ciegos.

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