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Contaminantes

 

Por Francisco Pomares

 

Sin duda, el problema más grave al que se enfrenta hoy la humanidad, por encima del hambre, la pobreza o la guerra es el imparable aumento de la temperatura del planeta, fruto de nuestra dependencia energética de los combustibles fósiles. No es sólo un problema global. Es también una cuestión local: las centrales de Granadilla y Tirajana, responsables de producción de energía eléctrica en las dos mayores islas del Archipiélago, lanzaron a la atmósfera el año pasado casi tres millones y medio de toneladas de dióxido de carbono, y eso después de haber reducido sus emisiones entre un 2,3 y un tres por ciento entre 2017 y 2018. Aunque la central de Granadilla es algo más contaminante que la de Tirajana, ambas se encuentran entre las treinta instalaciones europeas que más CO2 emiten a la atmósfera. Granadilla, con capacidad total para producir 800 megavatios/hora, es la 14 de una lista tenebrosa de centrales más contaminantes de España, elaborada por la Comisión Europea. La central de Juan Grande, capaz de producir cerca de 700 megavatios/hora, es la 16. Y no se trata de que sean instalaciones obsoletas: fueron creadas a principios de los 90, y sufrieron distintas ampliaciones hasta mediados de esa década. Aun así, el hecho es que ambas centrales incumplen con los objetivos de la Unión Europea para la reducción de las emisiones de dióxido de carbono en un 40 por ciento antes de 2030, un objetivo fijado para lograr que el aumento de la temperatura en el planeta no sobrepase un punto y medio de más en el termómetro.

 

Lo cierto es que cuando se crearon ambas centrales se creía que no contaminarían tanto: se estableció que además de admitir como combustibles fuel y gasóleo, pudieran trabajar con gas. La introducción del gas natural en Canarias se planificó en el Plan Energético de 1989, que preveía que en el 2000 ya serían operativas plantas de regasificación en Tenerife y Gran Canaria. La apuesta por los ciclos combinados con gas natural favorecía el medio ambiente: el gas produce un 25 por ciento menos de CO2 que el gasóleo, reduce en un 80 por ciento las emisiones de los peligrosos óxidos nitrosos, y el 95 por ciento de las emisiones de anhídrido sulfuroso y partículas sólidas, responsables de las masas de porquería que flota en el aire sobre nuestras ciudades.



¿Por qué no se optó entonces por el gas? La historia es compleja: inicialmente, ocurrió porque los cambios en el marco competencial retrasaron la puesta en funcionamiento de las regasificadoras, pero también por intereses creados, y porque mucha gente consideró ?con buena fe? que era mejor optar por energías renovables frente a energías fósiles más contaminantes. Eso fue hace casi 30 años, y seguimos tirando toneladas de porquería destructiva a la atmósfera año tras año. Llevamos así casi treinta años, y la excusa es ?desde hace veinte? que es mejor que absolutamente toda la producción eléctrica sea de fuentes renovables. Desde luego, eso sería estupendo, suponiendo que puedan resolverse alguna vez los problemas técnicos insalvables que de momento implica el almacenamiento de energía producida por fuentes renovables vinculadas al viento o al sol. Pero lo cierto es que sólo con el uso del gas, la reducción de emisiones estaría muy cerca de hacer cumplir a las centrales ?en un año? los objetivos europeos para 2030.

 

A veces lo mejor es enemigo de lo bueno. Pero aquí nadie se baja de su discurso.

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