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De botellones, hipocresías y otros menesteres

Mar Arias Couce

 

A veces me preguntó si la hipocresía es algo que aumenta, como las orejas, por ejemplo, entre otras cosas, con el paso de los años. Y es que tengo la impresión, más bien la certeza, de que la visión preclara que tenemos de niños, o incluso de jóvenes, se va perdiendo, emponzoñándose con las cosas de la adultez. De pequeños no mentimos. Las cosas se sueltan como son.

 

El otro día unas amigas me enviaban, muertas de risa, un reportaje publicado en un periódico valenciano en el que concluían, tras algún sesudo estudio o una serie de entrevistas, que los jóvenes hacían botellón para emborracharse. El 90%, concretamente, de los jóvenes. Los chicos contestaban sin tapujos la realidad. Lo que yo me pregunto es para qué harán botellón los pertenecientes al 10% restante. Y para que se tomarán una copa los adultos que leen el reportaje y, a buen seguro, se llevarán las manos a la cabeza al grito de “¡Qué juventud! En mis tiempos…”.

 

No se entiende. ¿Cómo es la cosa? Uno llega a los 40 y de repente olvida de que a sus veinte años cuando salía por ahí, y tomaba cuatro copas, era para eso, y para nada más. Yo nunca he conocido a nadie que hiciera botellón para hablar sobre el Mito de la caverna, o sobre las teorías del lenguaje de Wittgenstein. Ni sobre la Guerra del Golfo. De verdad, que no.

 

La idea de juntarse con otros muchos chicos de tu edad, y tomar una copa, sentados por el suelo, no pasaba de entablar conversación con algunos y echarse unas risas. Desde luego, no era el Debate del estado de la nación. Con esa edad, tus preocupaciones son otras.

 

Sin embargo, parece que los años nos van subiendo a una atalaya desde donde lo vemos todo con otra óptica. La de la madurez. Y esa óptica, evidentemente, nubla la realidad. No se les puede pedir a los quinceañeros o a los veinteañeros, cosas que no corresponden a su edad. Y a ciertas edades, no se piensa demasiado para qué se hacen las cosas. Es una manera de sociabilizar, la suya. Además, esos chicos no siempre beben, a veces se limitan a estar, a ser parte de algo, de su generación. Si no estás allí, no formas parte de eso que ocurre a tu alrededor.

 

Yo, lo reconozco, hice muchos botellones. Muchísimos. En los primeros años, apenas me tomaba una coca cola, que ya, siendo como soy un manojo de nervios, una cola era suficiente para hacerme saltar, gritar y reír como si realmente me hubiera tomado cuatro rones. De todos los demás, me quedo con la gente, con las risas, con la gran cantidad de amigos que coincidíamos en un mismo lugar (en Cáceres ese lugar era un paseo un poco apartado del centro) y con los que compartí una parte importante de mi vida.

 

No recuerdo de qué demonios hablábamos. La verdad es que no, de cualquier cosa. Supongo que hablaríamos de música, de cine, de literatura… de las cosas que nos importaban, y en mi caso, me siguen importando.  

 

Esa misma gente, la de mi generación, ocupa ahora los puestos profesionales que ocuparon un día sus padres. No son peores que ellos. No han echado sus vidas a perder por hacer botellón, han evolucionado, como todos lo hacemos. Aunque es verdad que a nosotros nadie nos vino a preguntar que para qué hacíamos botellón. Supongo que, en tal caso, nos hubiera dado la risa.

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