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El emérito y su hijo

  • Francisco Pomares
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    No soy monárquico ni lo he sido nunca. De pibe solía llevar un pin con la bandera republicana en la solapa de mi chaqueta de pana. En las broncas con los grises coreábamos aquello de “España, mañana, será republicana…”. Y así fue hasta aquella madrugada de febrero del 81, con el país despierto, todos a la espera de lo que pudieran hacer los tanques en Madrid y Valencia, y entonces salió Juan Carlos entorchado de medallas ganadas sin hacer la guerra, y por fin respiramos con alivio. España –que había saludado la llegada de la monarquía otorgada por Franco con una mezcla de incredulidad y desprecio, no se convirtió en monárquica, pero pasó a ser juancarlista. Todos nos hicimos juancarlistas, desde el feroz comunista Carrillo a la derecha de Fraga. El rey se convirtió en la bestia parda de los fachas, y creo que eso le vino muy bien para ser aceptado por todos los demás.

     

     

    Cuando se escriba la Historia de aquellos años, supongo que el juicio sobre el actual emérito será ambivalente. Los historiadores que compartieron los tiempos mejores de su reinado -probablemente los años del felipismo triunfante- quizá sean benevolentes, pero estoy casi seguro de que el juicio de la Historia será injusto y puede que cruel. Es lógico que así ocurra: la sociedad española está viviendo hoy un divorcio del que –durante muchos años- fuera su dirigente mejor valorado. En las rupturas de pareja, es frecuente olvidar los años de convivencia pacífica y quizá feliz, dejarse influir por el momento de la quiebra, y extrapolar el desengaño, el hastío y la desconfianza hasta que contamina y pudre todo el pasado. Incluso los momentos buenos se tuercen en la memoria cuando llega el final. Algo parecido a eso ha ocurrido en España con la figura de Juan Carlos, un divorcio a cara de perro, alentado por unos políticos y unos medios cada vez más acríticos, más decididos a darle al público exactamente lo que el público quiere escuchar.

    Si me preguntan si Juan Carlos fue un buen rey, les diré que sí, que lo fue. Fue un hombre absolutamente clave en la transformación de la España franquista en una sociedad moderna. Pero también es cierto que –además de aquél rey implicado en los afanes del cambio de la sociedad heredera (como él mismo) del franquismo, además del gobernante útil en los momentos de dificultad, el monarca respetuoso con su mandato constitucional-, ha habido (y hay) otros Juan Carlos censurables. El primero, este hombre mayor y penosamente ridículo de los últimos años. Hoy, en una tertulia de periodistas, alguien criticó que tuviera amantes. Supongo que la mayoría de los hombres españoles envidiábamos su suerte, y no parecían sus pecados de bragueta motivo de censura, porque el mundo del pasado reciente era más tolerante, menos mojigato que este. Incluso podíamos aceptar que fuera acaparador y avaricioso con el dinero: lo justificábamos en aquella infancia y juventud suya, prisionero de las grisuras de Franco, instalado en una vida cuartelera, espartana y escasa. Luego se supo que la pasión por la pasta era bastante más grave de lo que parecía: se hacía viejo, y sus vicios ya no eran percibidos como hazañas, sino como vicios de setentón acobardado. Hasta que explotó el escándalo del elefante y Corinna, y salieron a relucir las pulseras primero y luego aquellas tremebundas confesiones de la noble lagarta, perfectamente orquestadas por Villarejo para escapar a su propio entierro. Nadie salió de rositas, y él menos que nadie.

    Y luego está el Juan Carlos que aún cuenta, que es el padre del rey aceptable. Sus desastres han dejado a la corona tocada, y a la monarquía al descubierto. El rey Felipe se comporta en este vodevil como un personaje trágico en una corte de políticos bufones y periodistas con ínfulas que quieren pasar a la historia no por cazar elefantes, sino por cazar a quienes los cazan. Yo no estoy en el sindicato de cazadores de salón, soy un escribidor de provincias, alguien con tantos años de oficio a las espaldas que no necesita ni público ni futuro. Alguien que no va a adoptar al lenguaje correcto y asesino hoy al uso. Por eso puedo aún decir que siento respeto por el rey que fue, más un creciente rubor por sus últimos años de vejez oscura, y también el difuso deseo de que al final se comporte –como hizo Don Juan con él, y a la fuerza- como un padre leal con su hijo rey. Y que no la siga pifiando. Y no porque yo crea que necesitamos la monarquía para seguir adelante: sin ella o con ella, España seguirá siendo un país cainita y caníbal. Si espero que este emérito no la líe, es sobre todo porque detesto ver a todos estos jóvenes sin pasado burlarse del ridículo de un hombre mayor que fue rey. Y que hoy es solo rey malogrado. 

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