PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

El mejor regalo de mi vida

Andrés Martinón

 

 

El otro día fui a comprar un regalo y me costó. Me costó dinero... y tiempo. Siempre me ha costado. Debo reconocer que acertar con los regalos no es una de mis mejores virtudes. De hecho, creo que sólo una vez acerté de verdad.

 

Debía ser 1986. No voy a decir la edad (es de mala educación). Y yo, como mi pandilla y gran parte de mi generación, opté por el baloncesto y no por el fútbol como deporte favorito. Un fenómeno que no se repite muy a menudo.

 

Digo esto porque es clave en la historia que abordamos. A un amigo le regalaron un aro de baloncesto. No me equivoco. Un aro. Es decir, sin tablero. Y lo guardó durante un tiempo. Hasta que, pasados los meses, vimos como unos vecinos del edificio de al lado habían colgado un tablero en la calle y jugaban al más puro estilo americano, el del playground. La envidia fue total. Le recordamos a Claudio, el amigo poseedor de ese fantástico aro que tenía que convertirlo en canasta.

 

Y así fue como entra en escena, Gonzalo, el portero de nuestro edificio. Un encargado de mantenimiento que nació para ser diplomático o inventor y no para tener una escoba o un destornillador.

 

Le hicimos saber que teníamos un aro pero sin tablero y que la vida nos iba en ello. Nos dijo que no habría problema. Que le diéramos el aro y que él haría el resto. Y así fue. Pidió favores a todos los talleres de alrededor. Consiguió un tablón de madera; nos pidió las medidas de las canasta oficiales de baloncesto; logró pintura blanca y negra. Y los domingos, escaqueándose un poco de sus tareas nos hizo un tablero que hasta la FIBA lo habría homologado.

 

Gonzalo pintaba, hablaba o, simplemente, buscaba soluciones con una mente muy superior a la media. Era firme con los niños que jugaban en sus dominios, pero con una sonrisa y con la superioridad que sólo la grandeza da. No necesitaba imponerse o maldecir.

 

Volvemos a lo del regalo.  Con todo lo manitas que era Gonzalo, los domingos escuchaba a través de un viejo y destartalado transistor el carrusel deportivo mientras trabajaba. No dejaba que se lo tocáramos, pero sobre todo, porque lo tenía sujetado por cuatro tiras de cinta aislante. Si lo tocabas, perdía la conexión con las ondas.

 

Y fui yo, entre el grupo de amigos, y he aquí mi gran regalo, el que se acordó de que Gonzalo necesitaba un nuevo transistor. Juntamos todo el dinero que teníamos y dio para un Sanyo más que aceptable. La cara de Gonzalo lo dijo todo. Nuestro agradecimiento por su tablero fue aceptado con un sincero gesto de gratitud. Hoy todavía lo recuerdo.

Comentarios (3)