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El pecado de la carne

Por Álex Solar

 

 

Yo no sé si el veganismo es una doctrina, una moda, una nueva religión o las tres cosas a la vez. Me inclino a creer que es una mezcla ideológica que va desde el animalismo a la tendencia actual a la vida “sana”, que demoniza a los fumadores, a los bebedores, a los gordos, los sedentarios y demás ralea rebelde. He conocido en mi entorno próximo a veganos que me han hecho visionar vídeos dantescos, “snuff movies” con sangre ovina o porcina y charlas de nutricionistas “new age” que transmiten el mensaje o la buena nueva de los cambios que vendrían a consecuencia de una nueva ética del yantar, al sustituir por pasto lo que artistas como Morrisey, que se niega a actuar donde se venda, apuntan como cuerpo del delito: la carne, que “es un crimen” (Meat is Murder, véanlo en YouTube).

 

He asistido a festivales veganos y a un restaurante especializado en este tipo de alimentación, en Alicante. La muestra me pareció un poco decepcionante, quiches sin arte ni sabor, a precio de hamburguesas, pero eso sí, una atmósfera santurrona como de fiesta de secta evangelista, en la que todos bailaban como si estuvieran en el mejor de los mundos, rozando el paraíso. El local vegano era pequeño pero estaba repleto y hubo que esperar mesa. Escogimos spaghettis con falsa carne (trocitos de berenjena) y postres vegetales. No estuvo tan mal, el precio era el habitual de cualquier restaurante normalito. También hay una cafetería vegana donde los dulces y pastas son buenos y a buen precio. Pero otra cosa muy distinta es hacer este tipo de comida en casa, pues los ingredientes sustitutorios no suelen ser baratos y la elaboración de los platos requiere conocimientos previos, paciencia y mucho tiempo. Yo ya estoy muy viejo para todas estas cosas, reconozco, y aunque me apene el sufrimiento animal y el sistema de explotación alrededor de la alimentación cárnica, tan lesivo además para el medio ambiente planetario, nunca seré vegano ni vegetariano. Dejo esa misión de regeneración humana o espiritual a las generaciones más tiernas. Pero eso sí, no me privo de decirles que mientras haya un ser humano en la Tierra pasando hambre, que le den matarile a las ballenas, a los peces y a los conejos. A la olla y a la sartén con ellos.

 

Dos de mis jóvenes amigos han abandonado parcial o totalmente sus prácticas veganas, vencidos por la fatiga física y las dificultades de una vida piadosa (entre las que figuran los detractores de su fe), lo cual es una pena. Pobres pecadores.

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