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El salto del infierno

 

Por Guillermo Uruñuela

 

 

El reloj marcaba algo así como las seis de la tarde. Era festivo, y durante la mañana habíamos batallado ya en la orilla del mar el uno con el otro, con bolas de arenas, escudos improvisados y trincheras poco efectivas.

 

Guillermo y yo nos retiramos tras el sanguinario duelo a casa, con la sensación de haber combatido con hombría pero sin perder el respeto por el oponente. Quizá una admiración fácil de conseguir, por mi parte, en el papel de padre.

 

Comimos y descansamos como reyes. Tras la calma volvió la tempestad y sus baterías ya recargadas pedían más batalla, más movimiento, más de todo. En un sitio como este tienes que improvisar planes ya que los convencionales, o a los que se someten a los críos en otras ciudades, aquí no encuentran acomodo -por suerte-.

 

En cuestión de segundos tuve que inventarme un plan y ponerle un nombre acertado porque los pequeños kamikazes no dan tregua. "Vamos a ir al salto del infierno", le dije así de buenas a primeras. Y claro, sin saber exactamente a qué se enfrentaba, el asunto tenía buena pinta. Era tarde y un padre tiene que jugar un poco con su inocencia. Sabía que la luz me daría una hora y media de tregua, dos como mucho. Con lo que tuve que buscar un sitio de cómodo acceso y cercano.

 

Nos fuimos al puerto de al lado de casa. Allí todavía queda algún crío que salta del muelle al agua repetidamente durante horas. Una estampa bonita en los tiempos que corren. Al llegar, y cuando nos aproximamos un poco al tema, más presuntuoso que valiente me dijo algo así como; "papi eso no es nada. Yo soy asturiano". Me producía una carcajada interna por la sensación de fortaleza que refleja al empaparse, sin saberlo, del espíritu de Pelayo -realmente él nació en Madrid pero en cierta manera se siente astur como su progenitor-.

 

 

Al situarnos en el punto en cuestión, su confianza disminuyó y decidimos saltar desde los escalones que eran más accesibles para su nivel. El primer salto costó lo suyo; luego todo fue coser y cantar y el fulano ya los realizaba con soltura, incluso con suficiencia y chulería. Tras varios saltos el día nos invitó a secarnos y a cambiarnos. Aún sus ojos estaban repletos de nerviosismo y se aventuraba felicidad en su mirada. El salto del infierno, pensé. Un buen plan con un nombre equivocado porque más que una caída al inframundo, tuve la sensación de que para él se trató de un trampolín al cielo.

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