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El silencio de los que no existen

 

Por Gloria Artiles

 

A mis 53 años, en vez de apaciguarme, me resulta cada vez más insoportable la bajeza moral (y pensándolo bien, creo que es una buena señal porque voy cumpliendo años, pero no me hago más vieja, o sea, más resignada). Confieso que no puedo con los cobardes, esos que guardan un imperdonable silencio ante una injusticia que está ocurriendo delante de sus propias narices. No hablo de las personas que no tienen miedo, porque miedo tenemos todos. Afinemos: los valientes no son los que no tienen miedo (esos son temerarios); los valientes son los que, ante el miedo, tienen el coraje de afrontarlo y atravesarlo. Hablo de los otros, de los cobardes, de los que no se atreven, de los que buscan pasar desapercibidos para salvarse ellos mismos, aun a costa callarse y silbar mirando para otro lado, incluso hasta de mentir.

 

Son unos indecentes. Por mi parte tienen todo mi desprecio. Si los quieren descubrir es fácil: no hablan, no se posicionan, las cosas nunca van con ellos, son meros observadores de lo que pasa, son taimados, esperan con paciencia en la retaguardia para opinar o aliarse en el último momento al lado de los ganadores, sobreviven en cualquier marejada. Su penitencia va en su mismo pecado, porque yo creo que no ser libre (o al menos intentarlo) es lo peor que le puede pasar a un ser humano. A mi me parece que pagan un precio demasiado alto por vivir así, pero ellos sabrán cómo quieren aprovechar su vida. Son esclavos de su cobardía, de su egoísmo y de su ambición. Son astutos y dejan a los que tienen coraje suficiente que se lancen al ruedo para tratar de cambiar las cosas, mientras ellos permanecen en la grada con una afilada sonrisa tan simulada como ladina, siempre en segundo plano. Porque no lo olviden: su gran arma es la ausencia de notoriedad. Estar como si no existieran es vital para su supervivencia, especialmente en los entornos laborales y políticos.

 

Estén atentos: el mundo está plagado de aparentes insustanciales, personas “que no existen”, a quienes los jefes y los líderes políticos mediocres premian manteniéndolos por no resultar un incordio. Porque la mediocridad no quiere que le den la lata. Por eso el propio sistema viciado expulsa a los valientes, a los que hacen autocrítica constructiva, a los que se mojan, a los que descubren las mentiras y ponen sobre la mesa las injusticias y los errores para que puedan ser corregidos, porque no se conforman y quieren cambiar las cosas. Cuánta razón tenía Einstein: “La vida es muy peligrosa; no por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”. Gracias a ellas el mundo está como está, lo tengo claro.

 

 

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