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El verano en que me convertí en un delincuente

 

Andrés Martinón

 

 

El otro día terminaba un partido de pádel y tras el encuentro llegó lo mejor: la cerveza con los colegas. Empezamos a hablar y la conversación derivó en cómo cuando éramos pequeños, el aburrimiento se apoderaba de uno y acababas haciendo cosas que, literalmente, eran contrarias a la ley.

Estamos en un momento en el que los de mi generación ya hablamos del pasado como con nostalgia; como que antes las cosas eran mejores. Que los chicos de hoy en día solo están pendientes de su móvil; de que lo tienen todo y no valoran nada. Que nuestras canciones y nuestras películas eran superiores a los de esta época. Seguimos páginas de Facebook como 'Yo fui a EGB' con un sentido del orgullo exagerado y, puestos a decir la verdad, creo que nos equivocamos.

 

El otro día escuchaba a alguien decir que los niños de hoy en día se frustran si se aburren y fue cuando me llegó a través de las redes sociales un artículo de la versión española de la revista Forbes que se titulaba '6 beneficios de estar aburrido (científicamente probados)'. Y ya es que me tuve que parar en el cuarto mandamiento: Decía que el aburrimiento “Te convierte en una mejor persona”.

 

Yo creo que es todo lo contrario. El aburrimiento te hace peor. Si no peor persona, si te convierte en un aburrido, un vago o, incluso, como fue mi caso en un largo verano de mi infancia en Lanzarote, en un delincuente.

En aquellos largos veranos tenías tanto tiempo y tan pocas cosas que hacer (en verdad teníamos más o menos lo que los chicos de ahora, pero sin móviles, tablets u ordenadores), que cualquiera era válido para pasar el rato. Recuerdo llegar de Las Palmas a Arrecife al principio de verano y antes de irnos a Puerto del Carmen tenía que buscarme entretenimiento en la capital. Con nueve años, uno ya iba suelto por Arrecife. Y era tal el aburrimiento que recuerdo que hasta trabajar era más entretenido. Encontramos un empleo que hoy en día incumpliría como sietes leyes laborales, entre otras, la de repartir y vender periódicos con una edad inferior a los diez años.

 

En la conversación post-partido de pádel, llegamos a la conclusión tres de los contertulios de que durante las largas jornadas estivales nos llegamos a convertir en ladrones. Lo más habitual y coincidíamos los tres, era robar en el bar piscina de los apartamentos de turno. Este chiringuito solía operar hasta las seis de la tarde y después quedaba cerrado, pero sin vigilancia. En mi caso, recuerdo que la máquina de los helados quedaba al exterior; la típica nevera-congelador que tiene dos hojas y que se abre con las bisagras en el centro y las puertas en los extremos, tenía un punto débil y era precisamente el centro, donde podías elevar, con la ayuda de tu amigo y cómplice, ambas partes y un tercer compinche introducía su infantil mano para sustraer todo lo que pudiera desde el interior. Creo que nunca he comido tantos helados; te comías hasta los que no te gustaban en exceso. Lo dicho: el aburrimiento.

 

Mis contertulios fueron más allá al recordarme que siguieron años más tarde atracando su bar-piscina en cuestión y que ya no eran helados, sino botellas alcohólicas que luego revendían o incluso se bebían. Uno de los 'conversantes' incluso llegó a reconocer que luego era víctima de los robos de su propio padre, que no preguntaba de dónde lo sacaban y le birlaba parte de su botín. Pero esa ya es otra historia y no la mía.

 

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