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Enfermos imaginarios

 

Por Alex Solar 

 

Desde hace algunos años estoy abonado a un seguro médico privado, que me sirvió de poco en Lanzarote debido a que el cuadro médico no era ni amplio ni muy idóneo. En la península, donde la oferta es mayor y hay posibilidades de una mejor atención, lo he podido utilizar al mismo tiempo que la sanidad pública con sus largas listas de espera. Pero al cabo del tiempo, debido a esta insuficiencia cuya causa todos sabemos , razón por la que no quiero abundar en ello, los consultorios de los hospitales y mutuas se están masificando casi de la misma forma, debido a que es cada vez mayor el número de pacientes que optan por esta forma de atención sanitaria. Por esto, y porque no consigo que den en el clavo con mis achaques, he decidido espaciar mis visitas al galeno.


Mi abuelo, que sobrepasó largamente los ochenta años, detestaba a los médicos y a los hospitales. Era naturista y solo confiaba en un viejo libro con recetas de los monjes benedictinos, que le proporcionaban junto a su huerto en su casita de campo las recetas y medicinas naturales, que consistían en tisanas de hierbas , baños de barro, etc. Una vez lo llevaron en contra de su voluntad a las urgencias de un gran hospital de Santiago de Chile, pero se escapó en bata y así llegó hasta su casa de nuevo. En la familia lo considerábamos un excéntrico , porque además practicaba yoga y era un solitario empedernido que no confiaba más que en sus animales y en su revólver Smith & Wesson que lo acompañaba en sus largos paseos nocturnos por los bosques cercanos.


Con los años, y mientras me acerco a la edad que él tenía entonces, me vuelvo cada vez más hipocondríaco. O más enfermizo, tal vez, me aparecen extraños eccemas, que el alergólogo no sabe descifrar, trastornos digestivos que el especialista no sabe si atribuir a una enfermedad vascular, por lo que me envía al cardiólogo. Lo cierto es que cada vez me convenzo de la incómoda verdad que alguna vez escuché de labios de una persona sabia. “La medicina no cura nada, solo sabe podar el cuerpo humano como a un árbol, para postergar su inevitable caída final”.


Leyendo Clavícula, la última novela de Marta Sanz, una de las escritoras más sobresalientes de la narrativa española actual, confirmo mis sospechas acerca de la ciencia médica. Sanz narra aquí la historia misteriosa de una dolencia que irrumpe en el desamparo de un viaje en avión y acaba finalmente de manera tan extraña como apareció, tras un diagnóstico que descarta decenas de enfermedades, para lo cual ha tenido que someterse a incontables analíticas, pruebas difíciles de soportar, algunas dolorosas, a manos de un personal sanitario inmisericorde que la hace sentirse como una niña aterrorizada e indefensa. La escritora concluye en las páginas finales de este relato sobre su lucha contra el dolor, tal vez causado por la ansiedad y el estrés: “Tengo una médica de cabecera nueva que me ha dado la receta electrónica del lorazepam. 150, 200.000, 1.000.000 de pastillas. La accesibilidad del fármaco hace que pierda fe e interés”.


El estrés, ese “monstruo agazapado en el fondo del armario”, es “una respuesta muy primitiva”, agrega, y Nietszche, citado por la autora, hablaba del enorme sufrimiento de las señoritas burguesas europeas, que en nuestro tiempo han heredado esa hipersensibilidad. Yo, sin dudar de mi masculinidad y a pesar de los inevitables déficit de testosterona debidos a mi edad, también lo padezco y es muy posible que haya pasado a engrosar las filas de los enfermos imaginarios . Por cierto, se dice que Moliére, que puso en escena al hipocondríaco más famoso, Argán, en Le Malade Imaginaire, , falleció repentinamente en plena representación de su obra. Vestía de amarillo, algo que como se sabe, trae mala fortuna en los escenarios.

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