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Folklorismo pop

Por José María de Páiz

 

`Despacito y con cuidado, dice el pastor en la fuente, primero bebe el ganado y luego bebe la gente´. Por arte de magia esta copla cantada en una folía reaparece en mi cabeza, 40 años después de que por primera vez la escuchara con mi padre, yendo en su coche.

 

El tema venía en un casete de folklore que se entremezclaba con otros de boleros y rancheras en la guantera del vehículo. Eran algunos de sus gustos musicales, que en muchos aspectos también se fueron haciendo míos.

 

Este recuerdo bonito me hace replantearme una pregunta: ¿por qué comencé a sentir cierto rechazo a la música folklórica canaria y no me ocurría lo mismo con los dos géneros  que  también conocí cuando era un chinijo? La respuesta está en los años 80 del siglo pasado. Descubrí otras músicas, otros ritmos y otros conceptos. Paralelamente, el folklore canario se instalaba en la isla de forma masiva, y yo diría abrasiva, como una moda que alguien quisiera potenciar. Las parrandas, las agrupaciones y las romerías se multiplicaban. Las ventas de trajes tradicionales y de timples se disparaban. ¿Por qué esta explosión de cultura popular? No tengo nociones de que el dictador Franco oprimiera las islas con sus botas de intolerancia, como por ejemplo si ocurrió en Euskadi, y que todo aquello fuera una respuesta lógica ante tanta represión. En los 90 la cosa se desbordó, la televisiones locales ocuparon una gran parte de su programación exaltando las virtudes del tocador y del cantante de isas y folías. Sinceramente, todo aquello me parecía triste e insoportable. Sé que no fui el único en el que florecieron esos sentimientos.

 

Esta ingente información visual y sonora se había tejido en las mentes de algunas personas que utilizaron `lo nuestro´ para que lo de todos fuera `más suyo´, y así se desbordaron el insularismo y el nacionalismo del mojo picón y la polca divertida, el que se dejaba atrás el concepto de isla abierta al mar, bajo el crisol de lo mejor de todas las culturas del mundo, donde todos cabíamos y todos nos enriquecíamos de cuestiones identitarias, sin perder la nuestra.

 

Da pena ver cómo muchos jóvenes de las islas confunden la autenticidad del canario con la de un granuja que bebe ron a palo seco y baila el sorondongo como nadie o con la de un hombre tosco con dificultades para expresarse que arrima bien con la bola.

 

 

Por mis antiguos, por mi alma y mi salud intento volver a conmoverme con los cantos de nuestra tierra pero me cuesta mucho recuperar aquella primaria y hermosa sensación. Son décadas las que llevan alimentando mi rechazo al folklorismo pop, que no al folklore.

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