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Hombres polilla


Usoa Ibarra

 


Nos hemos acostumbrado a decir que vivimos en la era tecnológica, pero ligado a este concepto hay otro, de gran impacto, llamado cultura de la atención que pasa más desapercibido. Ambos términos podrían retroalimentarse, pero no lo hacen, porque las nuevas tecnologías nos abocan a pisar el acelerador, a lidiar con infinidad de inputs e incluso a habituarnos a la “multitarea”. La cultura de la atención en este contexto no tiene espacio para desarrollarse. Es decir, queda mermada por la “celeridad tecnológica”, y por eso ha tenido que adaptarse y reconvertirse en la cultura de “llamar la atención”.


De esta forma, comienzan a ser más poderosos, no aquellos que aluden a la atención con creatividad, inteligencia, mesura, reflexión o rigor, sino los que han desarrollado “el arte de la notoriedad”.


Estos personajes se acostumbran a tener el foco sobre ellos permanentemente y en algunas ocasiones a cualquier precio. El presidente de EE.UU, Donald Trump o la incombustible, Belén Esteban son ejemplos de cómo llegar a la cima por la capacidad de hacerse notar. Ellos forman parte de ese grupo de “celebridades” que rezuman escándalos y rentabilizan polémicas.


En esta deriva también estarían inmersos otros personajes locales, especialmente ligados al submundo de la política, que han optado, no por ejercer el servicio público con honestidad y respeto hacia los votantes, sino que se empeñan en desarrollar estrategias para llamar la atención o desviarla. Por lo tanto, no trabajan para construir, sino para enfangar.


De esta forma, los medios empleados para hacer política “llamativa” se convierten en un fin y parece que debemos asistir a un espectáculo permanente de desagravios y mediocridad conceptual, eso sí, ofrecido con el formato del mejor “show”. Y así hay quien convierte sus intervenciones en un “monólogo de la ironía”, o en replicas frívolas que no aclaran nada, sino que aumentan el ruido, o en la inquietante tendencia a decir una barbaridad tras otra con el objetivo de apelar a las emociones y no a la razón.


En este saco también podemos incluirnos los periodistas (no me escondo) que nos dejamos llevar por la corriente de elegir los temas que creemos más llamativos, y no los que resultan más interesantes y útiles. Parece que nosotros mismos hemos pasado de una profesión de servicio público, a ejercer una profesión al servicio exclusivamente del entretenimiento.


En fin, como decía al principio, estamos caminando en esa cuerda floja de la provocación que se expande como la pólvora gracias a las plataformas digitales. En esta cultura (o mejor dicho competición) de “llamar la atención” lo importante es construirse un nombre a partir del artificio, la banalidad y la polémica. Para tratar de entender estas ganas de resaltar y sobresalir recurro al filósofo, Friedrich Nietzsche, cuando decía: “Cuántos hombres se precipitan hacia la luz, no para ver sino para brillar”. Entiendo por lo tanto que algunos seres humanos, al igual que les pasa a las polillas, acaban estampados contra la luz sufriendo un daño en su orientación que les impide volver al buen camino. En la mayoría de los casos no lo hacen por gusto, sino porque no pueden evitar el influjo lumínico.

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