PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Madrid

Francisco Pomares

 

El Consejo de Ministros aprobó el viernes un nuevo decreto estableciendo en todo el territorio de Madrid el estado de alarma y con él las medidas de confinamiento selectivo revocadas por el Tribunal Superior de Justicia, dado que carecían del encuadre legal que las permitiera. El estado de alarma se produjo tras doce horas de negociación a cara de perro entre el Gobierno nacional –del PSOE– y el de Madrid –del PP y CS– en el contexto de un inusitado pulso político personal entre Pedro Sánchez y la presidenta Isabel Díaz Ayuso. El desencuentro entre la Administración estatal y la de la Comunidad y el recurso a una solución no pactada supone un nuevo episodio de la crispación y un aldabonazo a la percepción de que la política española descarrila hacia la inutilidad y el fracaso. Porque la decisión de imponer la alarma, suficientemente justificada ante la necesidad de intervenir para frenar la pandemia, choca estrepitosamente ante un hecho increíble: Sánchez impone la alarma, otorga al Gobierno de la nación en pleno –no al ministro de Sanidad o a un equipo interministerial, como ocurrió con la alarma nacional previa– las competencias sobre el control del estado de alarma, pero deja en manos de Ayuso las competencias para combatir la pandemia. ¿Un nuevo disparate de este gobierno sin asesores jurídicos? No, más bien un cálculo político interesado: es muy difícil que la situación varíe sustancialmente en los quince días que puede mantenerse la alarma sin que el decreto sea sometido a votación de prórroga parlamentaria, algo que el Gobierno no tiene garantía alguna de ganar. Y si es difícil que las cosas mejoren, al dejar la gestión de la pandemia en manos de Ayuso siempre se la podrá responsabilizar de que las cosas no mejoren a pesar de la alarma. El problema es que ese argumento puede funcionar también en la dirección contraria: aunque todos los recursos para frenar el Covid sigan en manos de la administración regional, si las cosas van a mal, Ayuso siempre podrá escudarse en el hecho de que tienen las manos atadas por la intervención de Sánchez, y la responsabilidad ante el fracaso en la contención es suya.

 

La situación apesta: a la incompetencia legislativa para establecer una fórmula de intervención amparada en la legalidad se suma la incapacidad de Sánchez y Ayuso para alcanzar un acuerdo que permita salvar vidas y el disparate práctico de un estado de alarma que no incorpora la gestión de competencias en quien lo declara.

 

Lo que ocurre en Madrid, la capital más castigada por la enfermedad en Europa, con 754 contagiados por cada cien mil habitantes, frente a los 360 de París, los 111 de Londres, los 78 de Berlín o los 36 de Milán –ciudad epicentro de la pandemia en sus comienzos, con cifras inferiores hoy a las de la Fortaleza– es una auténtica vergüenza. Una vergüenza desoladora de la que todos son responsables y que retrata y define la miseria de esta nueva clase dirigente de ahorra, encerrada en sus despachos, pendiente sólo del marketing y las encuestas, y ensimismada en sus mezquinos cálculos políticos, mientras la población que les mantiene sufre las consecuencias de su cinismo e inanidad. Los habitantes de Madrid, enfrentados a una crisis económica sin precedentes, no merecen convertirse en víctimas propiciatorias de una guerra que ellos no declararon y que en Madrid se acerca a 10.000 muertos, casi la tercera parte de los fallecimientos de España.

 

 

En dos semanas a partir de hoy, si el encierro de la región no logra reducir el galope desbocado de contagios y muertos, veremos de nuevo a Sánchez y Ayuso acusarse entre ellos de ser responsables de la catástrofe en otro nuevo aquelarre de indignidad. La política se nos ha convertido en un negocio sólo apto para necios, incompetentes, golfos y sectarios.

Comentarios (0)