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Noches de Náutico 

Guillermo Uruñuela

 

Hay comportamientos adquiridos, no elegidos, que formarán parte de ti para siempre sin opción de cambio. También sentimientos que están tan adheridos a tu epidermis que no se desprenderán tan fácilmente aunque tu yo más racional te indique que los mandes al carajo.

 

Todo comenzó en la infancia pero no recuerdo ni el día ni la hora. Soy del Barça, lo reconozco. Y casi me atrevería a decir que pido perdón por ello. La institución catalana, y sus altos cargos, han hecho del club una especie de resistencia tendenciosa en pro de un nacionalismo que a los millones de seguidores foráneos no les importa ni los más mínimo. Al aficionado nacional supongo que, si no ha nacido en la Ciudad Condal, le generará cierta incomodidad. Yo quiero ver fútbol, beber cerveza y saborear las mieles del triunfo. Y si pierde el Madrid, pues mejor.

 

A veces yo mismo me sorprendo por el disfrute que me genera una derrota del equipo de la capital. Aparece una especie de león radical interior que disfruta del fracaso del vecino. No sé si en el fondo soy un fanático contenido. Lo cierto es que intento disimular. Todo esto que les narro atenta contra mi forma de entender la vida y no le encuentro explicación. Siempre me he intentado alejar de los extremos, en todo, pero cuando rueda la pelota me convierto en un alocado hooligan en la sombra. Ahora menos; pero de pequeño no entendía cómo podía perder el Barça y ver a los jugadores en los minutos finales agachando la cabeza. “Pégale una patada, por lo menos”, pensaba frecuentemente cuando la cosa iba mal.

 

Intenté indagar en mi memoria para comprender por qué soy de éste y no de otro equipo. Para ello he querido darle una justificación madura, sobre todo, para sentirme bien conmigo mismo. Y la he encontrado.

 

En casa, mi hermana mayor era del equipo catalán porque estaba medio enamorada de Stoichkov, quiero recordar, y mi padre creo que era del Barça por fastidiar. Sinceramente lo pienso, y ahí encuentro un argumento que me otorga cierta libertad moral. Las noches de domingo en las que había un partido bueno nos íbamos él y yo al Club Náutico a verlo. No teníamos Canal + (seguimos sin tener nada en el hogar familiar entre tanta plataforma de visionado). Era un plan especial. Para poder acompañarle tenía que estar la tarea hecha para el lunes por eso me veía obligado a mentir. Llegábamos y nos sentábamos. Todos, menos él y yo eran del club blanco. Cómo disfrutábamos con las derrotas de los merengues, sobre todo, por la cara de la que definimos como la “paisana del Madrid”.

 

Y todo esto que les cuento creo que no tiene nada que ver con fútbol. Es sólo un posicionamiento vital. Ya lo dijo el maestro Sabina “hay que ser felices aunque sea por joder”. Mi progenitor y yo eramos de los pocos, él más que yo, que acudíamos a bañarnos en Asturias enfrente del Naútico en diciembre y desaparecíamos cuando aparecía la farándula estival. Por eso creo que somos del Barça y de otras muchas cosas.

 

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