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Normalizar lo que no es normal

 

Gloria Artiles

 

En medio del letargo veraniego que produce el mes de agosto, confieso que lo he visto y que me impresionó. Ha sido una de esas tardes de sobremesa en las que una se queda medio traspuesta con el televisor de fondo. Pero algo capta mi atención: es un grupo de personas vociferándose entre ellas. Más tarde me enteró, porque alguien lo explica en el transcurso del mismo programa, que ellos mismos se autodenominan periodistas y colaboradores, realizando así una distinción entre unos y otros a fin de establecer categorías que indiquen algún tipo de superioridad profesional, aunque al espectador le cueste encontrar cuál es la diferencia, si es que existe alguna.

 

El espectáculo televisivo es el siguiente: este grupo de periodistas y colaboradores (es un decir) se abalanza sin piedad sobre una presa, a la que llaman entrevistado, en un intento eufemístico de nombrar a quien también de forma sorprendente se presta a sufrir todo tipo de vejaciones verbales. Y en una espiral sin freno, ahondan en su vida privada; le sacan todos los trapos sucios; le someten a un juico moral sumarísimo sobre sus infidelidades y demás intimidades; le hincan el diente en la yugular de su honorabilidad; le dejan sin una gota de dignidad; profieren vocablos malsonantes e insultos; le vomitan calumnias y, como poseídos por el papel que representan, le injurian y le desprecian hasta despedazar su imagen y su reputación, en medio de un espectáculo público que, supongo, debe de generar millones de euros a través de millones de personas en forma de audiencia.

 

En un momento del show, el denominado entrevistado, pese a estar muy debilitado tras horas de humillaciones, ha sacado fuerzas –seguramente al recordar la pasta que se va a llevar gracias a someterse a tal indignidad- y ha tratado de arremeter contra uno de los colaboradores. No puedo evitarlo y cierro los ojos: la presa ha osado defenderse. Todos a una reaccionan de forma furibunda hasta que logran abatir a la víctima envuelta en sollozos. Mientras observo atónita lo que está sucediendo, se me pasa fugazmente por la cabeza que Calígula, Nerón y el circo romano, al lado de esto, hermanitas de la caridad.

 

No voy a decir el nombre del programa por no mentar a la bicha y porque no está el horno para hacer más propaganda de la degradación moral, sino todo lo contrario. Y porque tengo claro de quién es la responsabilidad: si existen espectáculos de este calibre, es porque hay gente que los ve. Pero me pregunto qué suerte de aletargamiento ético se está apoderando de esta sociedad cada vez más banalizada para que vivamos tan anestesiados y terminemos viendo como algo normal el ataque a la dignidad consustancial e intrínseca de las personas, cuando no lo es.

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