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Sonia tumbó a Alcaraz sin raqueta

Guillermo Uruñuela

 

 

Conocí a Sonia Delgado un sábado. Se acercaban las nueve de la noche y las luces comenzaron a apagarse en el fondo del supermercado, donde se ubicaban las bebidas. Unos minutos antes, en Madrid, Carlos Alcaraz tocaba el cielo después de despachar a Nole Djokovic en la semifinal del Mutua Open. Bajaba de casa en un Twingo, tan guerrero, resistente y viejo como el gran Nadal, rumbo al SPAR. Todos los diales se deshacían en elogios hacia Alcaraz y llegó a resultarme un poco empalagoso el asunto así que encontré una emisora de estas de música latina, zafia hasta la saciedad, y ahí me quedé.

 

Uno que ha trabajado de cajero en su etapa universitaria sabe lo que molesta el típico plasta que viene a dar por saco a última hora. Tenía veinte minutos así que interioricé todo lo que necesitaba en el coche. El plan estaba claro. Entrar rápido, localizar los productos, pagar y salir de ahí pitando antes de que alguno se ciscase en mi madre. Pero, sobre todo, no molestar a nadie.

 

Tuve que pasar por delante de los de la charcutería que me miraron, los tres, como ávidos francotiradores deseosos de apretar el gatillo. Por un momento recordé que no había embutido en casa pero, con la sensación de sentirme observado pasé de largo. Mis hijos no morirían de hambre por aquello pero yo igual sí entre salamis y patés a las finas hierbas. Uno tenía un cuchillo en la mano y le sacaba brillo con cara de a ver si tienes narices de pedir un poco de pavo. Aceleré el paso.

 

Llegué a la sección de frutas y verduras y allí estaba ella. Sonia es una mujer de edad avanzada; pequeña y menuda, de manos arrugadas y mirada generosa. Parece frágil. La cito como si la conociera de algo pero la realidad es que me la he cruzado solo un par de veces entre plátanos y calabazas.

 

Necesitaba tomates, eran las menos cinco y por megafonía me indicaron que me fuera a mi puta casa. Creo que estaba yo sólo en el súper y supongo que ése no sería el mensaje grabado que se escuchó pero así lo percibí yo. Cuando tomé lo que buscaba me di cuenta de que me los tenía que pesar. Rápidamente Sonia vino a socorrerme. Apurada, llegó hasta mí, sonriendo y disculpándose por la tardanza. Faltaría más, pensé. Si alguien tiene que entonar el mea culpa soy yo. Me pegó un papel en la bolsa de plástico y me deseó buenas noches; otra vez con una sonrisa. Me dirigí a la caja pero retrocedí sobre mis pasos para volver a agradecerle el trato y para conocer su nombre.

 

La radio volvió a sonar en el Twingo y me contaron de nuevo el sacrificio de Alcaraz durante años entrenando en clubs de tenis como si hubiese sido la infancia más dura que ha soportado un adolescente. Sin embargo, muchas de las personas que nos cruzamos en el día a día merecerían su reconocimiento con más méritos que un deportista. Por eso al llegar a casa, encendí el ordenador, cerré todas las pestañas que hablaban de la victoria del español y, en un folio en blanco, le brindé humildemente el titular que se merece esta desconocida mujer que se mantuvo educada, sonriente y agradable después una jornada laboral más agotadora y menos glamurosa que un partido de tenis.

 

 

 

 

 

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