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Una sociedad sin reparar

Por Francisco Pomares

 

Suenan noticias de crisis que vuelve sin haberse acabado de ir, pero no las creemos. El comercio español encadena dos trimestres en recesión. Las grandes empresas del país preparan grandes ERE y despidos. El Gobierno de Sánchez sube el déficit previsto para este año de los 15.000 millones a más de 30.000, gastando el dinero de nuestros nietos como si no hubiera un mañana. El brexit amenaza con destrozar Europa, y dejar a Canarias sin turistas, y la consejera de Hacienda, Rosa Dávila, anuncia que el crecimiento previsto para 2019 se reduce entre un uno y medio y un dos por ciento. Y aún así, Canarias, una de las regiones más dependientes de toda España, sigue instalada en una suerte de fiesta inacabable.

 

Una fiesta de la que no participa necesariamente todo el mundo. Porque en esta región viven tres sociedades completamente disociadas. Una es la que integran esos 200.000 parados y sus familias, la tercera parte de ellas destruidas por la pérdida de trabajo de todos sus miembros. Son gente condenada a vivir con escasas expectativas de conseguir un nuevo empleo, colgados de indemnizaciones, prestaciones o ahorros -en el mejor de los casos- o de miserables pagas de subsistencia. Es la gente que ha disparado el consumo de alimentos de marcas populares, y que cuenta los días que faltan para cobrar el subsidio de 400 euros. Constituyen la enorme masa de pobres reales, pobres que no están en riesgo de pobreza, sino en pobreza, pobres ajenos a las estadísticas de la tasa Arope, que sobreviven gracias al esfuerzo de organizaciones asistenciales y caridad pública. No son el cuarenta por ciento de la población, como nos dicen. Pero son muchísimos. Y están desesperados.

 

La segunda de nuestras sociedades, es la de quienes viven pendientes de empleos precarizados por la crisis, autónomos, pequeños comerciantes, empleados de minúsculas empresas, dependientes, trabajadores sin garantías de continuidad, y que -muy probablemente-, ya han experimentado reducciones salariales o acumulación de retrasos en el cobro del salario. Viven enfadados porque los últimos años destruyeron sus ilusiones y expectativas de prosperar. Sobreviven con más o menos dificultades, sin ilusión. Constituyen un enorme ejército de gente decepcionada y -a veces- indignada.

 

 

La tercera sociedad es la pública y oficial, integrada no sólo por los políticos y dirigentes, sino por los empleados de todas las administraciones, esas miles de personas que no han visto reducir sus ingresos a pesar de la crisis y que hoy disponen de más capacidad de gasto que hace tres años. No son los culpables de lo que ocurre, ni puede decirse que estén instalados en la opulencia, porque nunca lo estuvieron, pero aún se manejan desde la ficción de que todo sigue igual. Poseedores de un empleo estable -y garantizado por el Estado- los funcionarios no se plantean que la última burbuja que podría acabar pinchando es el hinchado globo de lo público, el globo de las pensiones, los servicios y más de cien mil sueldos en Canarias. Sólo aquellos a los que la crisis ha tocado más directamente, quizá por la pérdida de empleo de un familiar, parecen conscientes de que ni siquiera los salarios públicos garantizan un futuro.

 

La mayoría de los políticos ya saben que el riesgo de una nueva crisis existe, que está a la vuelta de dos o tres años. Se supone que no debería ser tan duradera y devastadora como la iniciada en 2007, pero sí será dañina, porque llueve sobre mojado. Aunque nadie se atreva a decirlo. Desde Canarias apenas se declara la perspectiva de una reducción del crecimiento, y desde el Gobierno Sánchez se mantiene un absoluto silencio, empeñados en ganar batallas de humo en el transcurrir de los días, gastando un dinero que no tienen y jugando a construir un mundo ilusorio de soluciones por decreto.

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