PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Videojuegos

 

Por Francisco Pomares

 

No he jugado ni una sola vez en mi vida a un videojuego. Ni siquiera a esos tipo "Candy crush" que tanto contribuyen a la contención demográfica española. Detesto los videojuegos, y sobre todo lo que le hacen a mi hijo de 15 años: desde que era muy crío, andaba ya con su Nintendo matando bichos por las esquinas. De ahí pasó a una Play 2, una Play 3 y ahora -con la 4- es un jugón casi profesional de "Fifa" y de "Call of Duty". Me llama la atención que no picotea de otros juegos: hace años que se especializó y parece que los demás no le interesan mucho. En casa solo puede estar con la consola un máximo de dos horas y solo los días festivos y sus vísperas. Lo segundo lo acepta disciplinadamente, en cuanto a las horas, mi vida se ha convertido en un continuo regate nocturno, en el que cuando tengo suerte solo cedo un cuarto de hora. Aunque mantengo el pulso, acepto ese regate: fue el mismo que mantuvo mi padre conmigo cuando la primera televisión entró en mi casa. Yo tenía entonces once años, y mi padre solo nos dejaba ver dos horas de televisión los sábados y domingos, y una hora el martes por la noche. Lo del martes era porque a las nueve ponían Star Trek, que entonces se llamaba "La conquista del espacio". El viejo hacía la excepción porque nos necesitaba de excusa para ver él al capitán Spok. En la otra cadena ponían "Estudio 1", un programa de teatro que gustaba mucho a mi madre, y mi padre necesitaba la complicidad de sus hijos para librarse de aguantar tostonazos de Buero Vallejo, Tolstoy, Lope y Emilio Romero. Con esa excepción del martes, las reglas para ver la tele eran las mismas que hoy tiene mi hijo para usar la Play. Y los argumentos muy parecidos: la tele nos hacía sedentarios, perdíamos el interés por la vida real, nos pasábamos el tiempo en casa, y también íbamos a acabar tontos. Como ocurre ahora con los videojuegos, todos esos argumentos eran verdad: la tele nos volvió más sedentarios, lo que no pasaba en la tele dejó de ocurrir, el salón de casa se convirtió en nuestro principal proveedor de ocio y nos hemos vuelto mucho más tontos de lo que eran nuestros padres y abuelos, más dependientes, incapaces de arreglar una tostadora o un grifo que gotea o de llegar a algún sitio sin ayuda de google maps. Todo lo que se dijo de la tele, hoy asumida e integrada no ya en el salón de casa, sino también en la cocina y los dormitorios, vale para las consolas, que además son aún más adictivas. Pero la ofensiva de las fuerzas vivas contra la tele no sirvió de nada: hoy la tele es peor, y la tele generalista es -con escasas excepciones- basura manipulada y entontecedora. Como los videojuegos y las consolas.

 

Aún así, no es muy sensato vivir ajenos al tiempo que nos toca vivir. El rechazo a llevar a las escuelas una liga de videojuegos como actividad extraescolar es legítimo, aunque el debate surgido sobre el particular resulte bastante hipócrita: hoy hay ordenadores, consolas, tabletas o smartphone en la práctica totalidad de los hogares. Los chicos dedican a los videojuegos un porcentaje elevadísimo de su tiempo de ocio. Los expertos piden que la escuela quede libre de ellos (los chicos usan sus teléfonos y consolas para jugar en el recreo y a veces en clase, de tapadillo), y los políticos plantean una norma que los prohíba (una norma para prohibir una actividad que no es obligatoria, qué cosas?), pero expertos y políticos también tienen hijos y en casa son incapaces de evitar que jueguen. ¿O ellos sí lo logran? Que me expliquen cómo. Porque en España, según los datos de la patronal del sector, hay 15 millones de usuarios de videojuegos, y de ellos, el 76 por ciento tienen entre 11 y 14 años.

Comentarios (1)