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Camellos

Por Jaime Quesada

 

 

Ignoraba cómo supo la noticia, pero cuando lo fui a visitar, como hago todas las tardes, apresuró el saludo para preguntarme: ¿es verdad lo de las estuatas? Después, pasándose una mano por la frente echó hacia atrás la boina de visera con la que cubre su despoblada cabeza y me miró expectante. ¿Qué estatuas, abuelo?, –repuse sin salir de mi asombro-. No; nada, nada,… deben ser cosas mías. Y continuó la rutinaria tarea de hacer circunferencias concéntricas en el rofe del suelo con su bastón. ¿Estatuas?, repetí en mi reflexión. A lo mejor te refieres a los camellos que han puesto en la rotonda… Entonces,… ¿¡es verdad!? –dijo sin dejarme terminar la frase.     Los ojos de mi abuelo, apagados por los años y el glaucoma, brillaron como cuando era el joven y habilidoso gañán que igual amansaba a una terca majalula que jugaba divertido con un guelfo retozón.

 

Lo observé; había detenido el movimiento del bastón y, con la vista fijada en un incierto lugar del suelo, dejó que la abstracción lo transportara a su mundo de recuerdos. Siempre le pasaba lo mismo cuando el tema de conversación era el camello. Me senté a su lado consciente de que me repetiría alguna de sus incontables anécdotas y esperé.

         -¿Tú me llevas?

         -¿Cómo? No te entiendo –le dije-. ¿Te llevo?, ¿adónde? Hace años que no quieres salir de aquí y mira que lo hemos intentado.

         -Me gustaría ver esos camellos, Felipe me habló ayer de ellos, me dijo que eran grandes, de piedra. Un camello de piedra no envejece, no muere nunca, y siempre se podrá ensillar o engancharle un arado para abrir surcos donde florezca y grane el trigo, así naide podrá echar en falta el pan.

         Desvaría –pensé- mientras le ponía una mano sobre el hombro y lo invitaba a subir al coche.

         -¿Te dije ya cómo trajimos a Rubita desde Fuerteventura? –me dijo apenas se sentó-. Y sin que yo diera pábulo a su devaneo me repitió toda la historia: la compra en Tiscamanita, el traslado hasta Corralejo, el embarque en la faluga de Máximo el de Playa Blanca… Yo, con ánimo de acortar el relato, le iba facilitando detalles; me sabía de sobra el cuento.

 

Detuve el coche en el arcén; el Sol se había ocultado detrás de Caldera Riscada y unas sombras incipientes se aproximaban cautelosas hacia las tres figuras que estaban recibiendo los últimos retoques de su autor, proyectando su tenue oscuridad hasta nosotros. Mi abuelo entornó los ojos y recreó la vista en el conjunto. Dejó con su silencio que los segundos se dilataran y finalmente exclamó: ¡Tenía razón el viejo Felipe, son  hermosos!

 

Hice una foto con el móvil y se la mostré al tiempo que emprendíamos el regreso hacia el pueblo. El ronroneo del motor me impidió escuchar con nitidez los primeros versos de un poema que jamás le había escuchado. El viejo, mi viejo abuelo, musitaba unas décimas que quizás le surgieran de forma espontánea en honor a su querido animal.

 

Turbante y negro pañuelo

y un jaique azul, como el mar,

un moro vino a comprar

la camella de mi abuelo.

-Moro, aunque me des el cielo,

-dijo el hombre disgustado-

jamás haré tal pecado

porque he sido camellero

y a esta camella la quiero

por todo lo que me ha dado:

 

En Temuime aró conmigo

y me acompañó en La Geria

cuando sólo había miseria.

Fue mi silente testigo,

también refugio y abrigo

y si la brisa soplaba

su aliento me calentaba

en el negro malpaís;

fui pobre, pero feliz

si con ella trabajaba.

 

Rinde la piedra homenaje

hoy a tu esbelta figura

y perpetúa la aventura

que, con esfuerzo y coraje,

transformó nuestro paisaje

sin alterar su  armonía

y así, dejando alegría

en cada surco, en tu andar,

camella, has sabido dar

a Lanzarote poesía.

 

Lo miré de reojo. Su cara reflejaba satisfacción y al tiempo que bajaba del coche me brindó una sonrisa diciéndome: -hoy me has hecho muy feliz.

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