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El Loro Verde

 

Marimar Duarte

 

Miguel Angel, era un joven camarero que trabajaba en el “Loro Verde” de Playa Honda, en años 70. (Este espacio, fue creado a finales de los 60, por la cercanía a Playa Honda, como residencia de los soldados de aviación civil para que cumplieran con los descansos obligatorios, también tenía un bar y un pequeño restaurante/cafetería).

 

Vivía cerca del Charco y sin coche, se desplazaba a su trabajo en bicicleta. Allí conoció a Ramón, el nuevo jefe de sala y responsable de sus labores en la zona del bar. Era un hombre de Galicia, muy alto, muy serio y con complexión de deportista. Vino en busca de fortuna pues un camarero ganaba diez veces más que un agricultor en aquella zona de España. Llegó con el pensamiento de estar dos años pero Lanzarote le tenía preparada una sorpresa, un amor conejero le de hizo echar el ancla y tener unas hijas isleñas, isleñas.

 

En un primer momento, lo descuadró, dejó de vivir del cuento y del escaqueo, sufría con sus exigencias, con su estricta forma de trabajar pero aprender a hacer las cosas bien desde un principio, quita vicios, evita vivir con engaños, mentiras, olvidos, roturas, suciedades, falta de higiene y sobre todo, evita las quejas del cliente.

 

Este hombre, fue así toda su vida, en su familia, era un padre al que adoraban, educó a sus hijos con principios y mucho cariño a la vez.

 

En su trabajo, fue un ejemplo desde el primer día, organizó al personal con labores claras y definidas, responsabilizando a cada uno con sus tareas y pidiendo cuentas de sus órdenes.

 

Nunca más fue como antes en aquel bar donde cada uno hacía lo que podía, donde se fumaba y se bebía en horas laborales, donde cada uno se tomaba el trabajo bastante a la ligera. A veces ni se fregaban los vasos, se devolvían de las mesas y se volvían a llenar, sin lavar, para los siguientes clientes, sin remordimientos ni penas, era así.

 

Sabía ser duro y blando a la vez. Miguel, no volvió a ir de madrugada en bicicleta a la zona del Charco, era Ramón quien lo acercaba cada noche en el furgón, metían la bicicleta, la amarraban e iban hablando del día de trabajo, camino a Arrecife. No permitía que yendo de vuelta a la misma zona, aquel muchacho fuera a su casa, con la única luz que alumbraba su camino, la de su bici.

 

Era tal la complicidad del nuevo equipo que pasados unos meses, Ramón ya ni les hablaba, con el movimiento del cuello, las miradas suaves, los ojos como platos, la boca torcida y el entrecejo fruncido, Miguel y sus compañeros ya sabían lo que había.

 

En poco tiempo, las fichas del ajedrez conocían sus movimientos, todo llegó a funcionar tan bien que hasta los músicos que amenizaban las magníficas noches de aquellos veranos, eran más organizados, más puntuales y hasta más honrados, a la hora de pasar las horas para la facturación por las actuaciones. Ramón era un jefe y un amigo pero de los de verdad. Hacer las cosas bien era una recompensa para todos.

 

Por la noche, antes de cerrar, se retiraban las sillas y las mesas para que a primera hora, la limpieza llegara a cualquier sitio, se fregaban los vasos, los platos y la cubertería, se ventilaba el local y se vaciaban los ceniceros, saliendo sus contenidos hacia el cubo de basura que se dejaba en la calle para su recogida de madrugada. Todo se hacía al revés con Ramón pero valió la pena, se trabajaba menos porque se dejaba de improvisar, de gritar, de poner caras de “y ahora ¿qué hacemos?” y se creó una armonía que atrajo a más gente. Con tanto orden y tanta limpieza, no se volvieron a ver cucarachas y las moscas de tiempos pretéritos ya no entraban tampoco.

 

Miguel, se tiraba a la marea, con amigos, por la zona del Reducto. En agradecimiento, le regaló a Ramón unas santorras, por llevarlo de vuelta a su casa, cada día. Los ojos se le abrieron, la boca se le estiró con una gran sonrisa y le dio un abrazo, de esos apretados. No le pudo pagar con mejor moneda, poder comer marisco fresco era algo que echaba de menos de su tierra. Fue tal la emoción que lo invitó a comer a su casa unos días más tarde.

 

No quería ir ni muy guapo ni muy normal, ese fue su gran su problema aquella semana. Sabía que tenía hijas pero no sabía las edades.

 

— ¿Y si le gustaba alguna? - No iba a ir como un mamarracho.

— ¿ Y si iba de punta en blanco? Se preguntarían: ¿ A dónde va este? que es camarero.

 

Ese factor sorpresa, estaba acabando con él pero fue el destino el responsable de su serendipia. Esa tarde, cuando el furgón de Ramón pitó, él, de manera autómata, abrió el portón y sacó las cajas de vino, de cervezas y de Seven Up. Le dio esos dos golpitos universales en la chapa del coche, algo que significa: “ya te puedes ir” pero no se iba, volvió a repetir la operación y nada, que no arrancaba. Dio la vuelta y fue a decirle a Ramón que ya estaba todo descargado y que le molestaba el furgón en la puerta para entrar la carga. No era Ramón el que conducía aquel día, era su hija, le dijo que se llamaba Anabel.

 

No quería que lo viera vestido de camarero y con aquellas pintas, camisa blanca, pantalón negro de trabajo y dos bolígrafos en el bolsillo, … quería morirse, ni podía darle la mano para saludarla como tantas veces practicó porque las tenía sucias, de descargar. Ella, esperaba a su padre, pues volvería a traer cajas de botellas vacías, de retorno, antes de dejarla en casa. No era la primera vez que Anabel traía la compra pero él ni se había percatado.

 

Habló con ella, se presentó como pudo, entre risitas y sin saber bien ni qué decir. Era la hija del jefe y conocerla era una ilusión a la que solo él, entre sus compañeros iba a lograr cumplir. Conocerla fue lo más pero ir a comer con ellos al día siguiente lo tenía con la respiración entrecortada. Él pensaba que en aquella casa lo esperaban como agua de mayo, como quien espera al presidente, o al rey, pero no, el encuentro fue normal, o más que normal. Ni lo miraron mucho ni le preguntaron nada del otro mundo ni se sintió tan acogido como se imaginó y aquel día, habló mucho menos con Anabel que en aquel encuentro el día anterior.

 

— ¿Qué te pasa? Le decía Ramón,

— Muy callado te veo, ¿Estás bien?

— ¡Sí, sí! Estoy bien.

 

Ilusionado, había mirado en la enciclopedia Salvat, cosas de Galicia, comidas, pluviometría, si las meigas existían... Mira que tuvo oportunidad de preguntarle cosas de los montes, de las rías… pero apenas habló y la sonrisa social, eternamente proyectada, no siempre le fue devuelta.

 

Después de comer, pasaron a la casa de al lado, sí, fuera de su casa, a tomar café. Salieron a la calle para llegar a otra casa. Todos ayudaron con las cafeteras, con las tazas, con las cartas, con los licores y las copas. Un jardín espectacular, ese refugio a donde ir cuando tienes problemas y cuando necesitas estar solo, un sitio que no pensarías que está en Lanzarote y mucho menos en Arrecife.

 

La casa se llamaba “De Cabrerón”, al menos eso decía su mujer, estaba construida con piedra volcánica y perfectamente encalada, le parecía estar en un palacio. Era como tomar café en Versalles, pero en Valterra, una maravilla y un sueño.

 

Tenía un ficus, Ficus elástica, que era sombrilla, era paraguas, pérgola, era ese cacho de árbol que veías en los cuentos, donde los niños subían al ser perseguidos por los otros, o el sitio perfecto para desconectar cuando no hubiera ruido, se lo imaginaba sin gente, él solo en aquel remanso de paz.

 

Aparte de aquel longevo árbol, había otros más, reconoció un limonero, no por el porte ni por las hojas, sino por la fruta.

 

Ramón quiso mantenerlo por trasladarse, con su pensamiento y por algunos momentos, a un trozo de Galicia, en aquella tierra estéril de Lanzarote, cuando estaba agobiado. Le habían dejado la llave para almacenar mercancía en momentos puntuales pero en poco tiempo, se convirtió en algo inesperado, en su sitio de tranquilidad. En sus horas libres, pintaba el patio con cal, adecentaba el jardín, lo regaba, cuidaba y plantaba algunas semillas gallegas, como grelos, que son las hojas de los nabos y se las comían en encuentros especiales con un tipo de tocino gallego.

 

El jardín era su ocupación, fuera de las horas laborales. Lo cuidaba y mimaba como si tuvieran algún parentesco con él. Decía que lo programaba en su mente, lo organizaba por estaciones, así los nabos los plantaba en la adecuada en la isla que a veces no coincidía con la estación gallega.

 

Ramón, tenía de todo; habas, cebollas, tomateros, berenjenas, perejil, nabos y otras verduras que él desconocía. Esa era parte de su gimnasia diaria, toda aquella vida dependía de él, de su amor por ellos, de su seguimiento y el que nada les faltara, estaba en él. Después de regar, aquel olor a tierra mojada lo llenaba de paz, podía organizar ideas, preparar trabajos pendientes, compras, entregas, cambios de turnos o solucionar problemas laborales. Cientos de situaciones que pasaban por su cabeza, problemas y bloqueos se desamarraban allí.

 

Ramón, era un mago con las plantas; de repente, despertaba a las semillas porque era la estación adecuada, de repente las dormía en botes de cristal hasta tanto, de repente, a los árboles les cortaba los vestidos para que cambiaran el modelo en muy poco tiempo y se llenaran de estampados frutales, de repente, los alimentaba para mantenerlos sanos... y a la vista estaba lo que pasaba por sus manos.

 

Era escultor, pintor, cuidador y padre de aquel jardín como también lo fue en su otro jardín laboral, ayudándolos a crecer en buena tierra, con podas adecuadas, con nutrientes, apoyos, incluyendo varitas para que crecieran derechitos, ofreciendo senderos seguros y regándolos con palabras de ánimo, valía y reconocimiento, cuando había que hacerlo.

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