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Golfos, pícaros, inquisidores e iluminados

Por Francisco Pomares

 

 

Vivimos en un curioso país, plagado de historias imposibles en cualquier otra latitud que no sea la nuestra. Un país de golfos que han saqueado impunemente durante décadas los recursos públicos, amasando privilegios de oro macizo sobre la miseria de los más, un país de empresarios ventajistas más pendientes de la subvención o la concesión que de la clientela o el producto, un país de presidentes que venden sus buenos oficios con dictadores sanguinarios, un país de empresas que alquilan políticos a tanto la pieza, de puertas giratorias y poses egipcias, un país de gurtels y bárcenas, de eres y fernándezvillas, de Noos y palmaarenaa, de pujoles y pokemons, de filesas y salmones, de tarjetas black y operaciones púnicas.

 

Pero también un país de pícaros que entrenan equipos de futbol infantil y mandan a los niños a vender papeletas de sorteo para repartirse los cuartos luego con las madres de los niños. O de farmacéuticos capone que se lo hacen revendiendo medicamentos genéricos a Europa. O de talleres de chapa y pintura que no emiten factura, funcionarios que se llevan a casa los paquetes de folios y las grapadoras, comerciantes que venden productos caducados o ropa de los chinos como si fueran productos de boutique, médicos que mercadean bajas y recetas, gente que se cuela en las colas, conduce bebida, pide recomendaciones en todas partes y considera meritorio hacer trampas a Hacienda.

 

Un país que a pesar de ser de golfos y de pícaros, lo es también de inquisidores: ciudadanos que se rasgan las vestiduras cada vez que surge una sospecha o una denuncia. Tipos que cuando hablan de justicia se refieren a montar la pira en cualquier esquina, linchar preventivamente, aplicar la guillotina. Un país de tertulianos indocumentados dispuestos a liarla parda en cualquier barra, que viven de pedir responsabilidades por lo que hacen y no hacen los demás, un país de gente relamida que se escandaliza por las pajas y las vigas ajenas pero jamás ve las pajas y las vigas propias. Un país de torquemadas, ajustacuentas, jueces de la horca y creadores de bulos, infamias y mentiras, un país de gente sedienta de cárcel, sangre y cadalso.

 

Y también somos un país de iluminados, de gente que cree en la fórmula de Fierabrás, en las soluciones que lo arreglan todo en dos días, en las promesas últimas que mañana nos van a defraudar, en los programas imposibles, los milagros de la voluntad y el esfuerzo. Un país centrífugo y desquiciado, incapaz de aceptarse a sí mismo, decidido a romperse por probar, dispuesto a recurrir a los tanques, la pena de muerte, los GAL, o la ley antiterriorista si hace falta, un país que se tragar sin chistar las grandes palabras que inventa: honradez, eficacia, libertad de prensa, independencia, justicia… un país que vota por rechazo y no por convicción, que exige de los dirigentes, los políticos, los reyes, los jueces, los policías, los artistas y los curas, lo que no exige nunca a los ciudadanos. Un país que se cree sus propias y cambiantes mitologías, que descubre el Mediterráneo cada amanecer y que cree que son los otros los que tienen que arreglar el papelón.

 

Un país de asco. El nuestro.

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