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La pensión España de Arrecife

Mari Mar Duarte

 

Leonor, Nora, para la familia, era conocida como “Tocaya” en su mundo laboral, solo por no repetir y por coincidir su nombre con el de la gobernanta. Vivía en la Calle Norte y limpiaba allí desde antes de los catorce años, tenía mucha energía y un cuerpo ya desarrollado, preparado para trabajar, aún con su corta edad.

 

Oficialmente, se encargaba de la limpieza de la cocina, pero hacía de todo, desde mandados de cualquiera que se los encargara, hasta pintarle las uñas a las clientas, en las mesas del fondo de la cafetería.

 

Restregaba aquellas asperezas de las enormes calderas de aluminio con comidas quemadas, recalentadas u olvidadas sin un mísero chorro de agua por la noche, que ablandara aquellas costras. También fregaba a diario, sartenes, azulejos, la campana, la ventana y los poyos.

 

—¿ Lo peor?

— El suelo. Eternamente grasiento.

 

Siempre pensaba que si fueran cocineras, no serían tan cochinas como lo eran ellos, ni tan descuidadas ni desordenadas. Cazos y calderas que se desbordaban, inundaban la cocinilla, y seguía todo aquel fango de agua y aceite, su cauce natural, chorreando las puertas de los hornos hasta llegar al suelo donde lo extendían con las pisadas y cada día era un mapa de grasa nueva, todo un peligro para resbalarse a cualquier hora.

 

“Tocaya”, con su edad, su salero y con buenas palabras, los paraba de uno en uno y les hacía pisar la fregona, como si fuera una alfombra y evitar así "la urdimbre" de las tramas de las suelas, aún con la grasa pegada, en el suelo recién fregado. La tenían loca, se aturullaban con todo, mucho griterío y estrés, poca organización y mucha improvisación. Cuando no les quedaban ingredientes, ponían lo que tenían, con la suerte que el comensal se lo zampaba y perdonaba los “despistes”.

 

Le faltaban uñas por quererlo hacer perfecto y cruzaba a cada momento a la tienda de Perico y Rosa o a la de Juanito, a comprar, siempre de fiado, jabón lagarto, estropajos de vergas y de esparto. La tienda de Perico estaba demasiado llena parecía más pequeña de lo que era porque tenía casi de todo. La tienda de Juanito, estaba más vacía y tenía un mostrador de lado a lado donde daba gusto observar sus productos y por tener la parte de arriba de cristal. Se podía ver lo que vendía, sin tocar nada. Tenía azadas con y sin palo, plantones, granos en sacas de tela, botes de flix “Oro matón”, harina, azúcar y también balas de paja que le olían a limpio, a campo, a la derecha,  nada más entrar pero su golosina favorita eran unos garbancitos tostados en unas bolsitas grapadas, que solo los encontraba ahí.

 

Tenía un gato adulto, con ojos amarillos y pelo negro que vivía dentro de la tienda, solo por la noche. Por el día, pululaba en el precioso árbol de la plaza, Ficus microcarpa, incordiando a los pajaritos que se posaban. Alguna vez pisó en falso y se dio un par de partigazos sobre las mesas de los clientes.

 

Hubo otros árboles más pero en los años 70, tuvo el laurel la suerte de estar plantado justo en el centro, sin dar mucha lata a nadie, ni con raíces ni con hojas ni con ramas y se convirtió en una enorme sombrilla natural que daba frescor a la placita, llena de mesitas y sillas de la Pensión España, donde mucha gente se tomaba su café o su vinito o su cervecita de la tarde, como el Pollo de Arrecife, Don Heraclio Niz que con su potente voz y sus interesantes anécdotas diarias y sin querer, acallaba al resto de las conversaciones de otras mesas y atrapaba a todos con sus historias. Aunque estuvieras hablando de algo muy trascendente, no podías dejar de prestarle atención, reírte o asombrarte y era tal el silencio cuando el Pollo hablaba, que llegaba gente hasta de los futbolines de Millán, de la Calle Gran Canaria, solo para escucharlo.

 

Un novio peninsular, un soldado de la época, la enamoró en sus paseos por el Charco, se casó con ella y se la llevó a Sevilla, donde vivió sin trabajar, como una señora. Allí vive actualmente y a sus 75 años de edad, sigue en contacto con la isla, viene de vez en cuando a las casas de sus familiares donde disfrutan con sus gestos andaluces, con su colmillo de oro y con su acento sevillano.

 

No puede creer lo que ha cambiado la zona pero sigue el árbol, testigo mudo de su vida y del paso de las generaciones.

 

 

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