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La tercera voz

Por Leandro Perdomo

 


Ya dije cómo “el Berrendo”, medianero de don José Bethencourt en los bajos de Famara y gran camellero, se emborrachaba y su bestia lo cuidaba tuchéndose contra el viento y la brisa para hacerle el soco y que el hombre no se destemplara de oídos, pulmones y guarguero. Hoy le toca el turno a otro gran camellero, que ya también he nombrado: señor José María, de la Vegueta, medianero de mi primo Leandro Fajardo Perdomo y que con el palo en alto dominaba al más fiero de los dromedarios trompudos en invierno, o sea en la época del celo. Señor José María era de talla mínima, muy flaco, bastante canijo pero de un coraje que había que verlo cuando se emberrenchinaba. Como era habitual el casamiento entre familiares, él, en vez de casarse con una sobrina como hacían otros, se casó con una tía, que le llevaba unos veinticinco años; o sea, que cuando él tenía cuarenta, ella ya iba por los sesenta y cinco, la edad de hoy de la jubilación. Se casaron porque él la pidió en matrimonio cuando lo llamaron para el cuartel, y ella le dijo que sí, que lo esperaba. Y fue un matrimonio feliz, muy unidos siempre en los avatares resonantes de la vida. Y él murió antes que ella.

 

Para que ustedes se den cuenta más o menos de lo buen camellero que era Señor José María, voy a relatarles nada más que el viaje a Mancha Blanca un día de la Fiesta de Dolores. Iba montada en la cruz, en lo alto de la joroba bien arrepollinada en la silla, Solita Valdivielso, y a los lados las dos primas hermanas Chona Fajardo y Chona Perdomo, muy contentas las tres del viaje inesperado en corcova de camello. Señor José María, con su varita, guiaba al camello por entre los ventorrillos como si tal cosa, y la gente asombraba de cómo un animal tan corpulento y tan majestuoso con la vejiga por fuera del belfo babeando espuma se le doblegaba y obedecía tan servilmente a aquel hombre esmirriado y chiquitito que apenas parecía un ser humano. Y claro, como era día de Dolores y los ventorrillos hervían de gentes ansiosas de diversión, señor José María, entre invitaciones y saludos aceptó una y otra vez la copa hasta que la agarró; había, sin darse cuenta, cogido la gran tajada. Pero como era hombre muy serio y estrictamente cumplidor, a la hora señalada se dirigió al lugar donde su camello tuchido lo aguardaba y allí estaban las tres mozas, dispuestas ya al viaje de regreso a la Vegueta. Haciendo camino por la carretera, las viajeras se dan cuenta de que el transportista, o sea señor José María, en vez de ir delante del camello con la soga de la jáquima trincada al puño, va caminando detrás, agarrado al rabo del camello. De repente, el camello que se detiene de golpe, en seco, y miran las viajeras hacia atrás y ven a señor José María en el suelo, procurando levantarse sin poder. Un par de horas tardaron en llegar a la Vegueta, ya que cada vez que señor José María se iba al suelo el camello paraba en seco y esperaba a que se levantara y se agarrara al rabo para seguir su ruta. Al llegar a la casa el camello se tuchó y las viajeras bajaron muy contentas dándole gracias a Dios por haber escapado del peligro, y señor José María, ya algo refrescado de la ventolera de ron que había engullido, en agradecimiento a su camello por el manso comportamiento se montó en él y estuvo galopando por detrás de la era un buen rato, quitándose el sombrero y tirándolo al arenado varias veces.

 

Buen camellero señor José María, de la Vegueta, hombre chiquitito pero de un coraje de fuego. Cuando Valdivia, medianero de don Pancho Perdomo en el Peñón apareció con la cabeza calva que tenía toda rajada y echando sangre a borbotones, señor José María le recriminó el hecho de no haber oído la voz del camello. Don Pancho le gritaba desde la ventana que no le diera más palos al camello, que seguramente le había dado la voz, y Valdivia se guitaba el sombrero y contestaba, gritando: “Sí, don Pancho, pero mire lo que me ha hecho él a mí!”... Y señalaba a su calva partida en dos toda ensangrentada. “Pero si te ha dado la voz ¿para qué le sigues pegando?”, repetía don Pancho y Valdivia señalaba a su cabeza ensangrentada y vociferaba: “¡Pero no ve lo que me ha hecho él a mí!” Cuando ya el camello lo iba a matar de una embestida contra la pared Valdivia logró escurrirse y echarse fuera de la era, al tiempo que llegaron varios hombres y entre todos tumbaron por tierra al camello acertándole en los tabaqueros.

 

Yo, de pequeño, me acuerdo ver a Valdivia con una enorme cicatriz a la mitad misma de la cabeza calva cuando se quitaba el sombrero. Me lo dijeron años después, estando yo en Las Palmas, que había muerto bajo las patas de un camello, y es que no hacía caso de la tercera voz. No obedeció nunca la consigna de señor José María, el mejor camellero de su tiempo en los campos centrales de Lanzarote, y así murió. Señor José María fue, sin duda, el inventor de la tercera voz.

 

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