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OPINIÓN. Atidamana

ME LO HA DICHO MI ABOGADO. Por José Ignacio Sánchez Rubio

, abogado y economista (Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.)

El lunes pasado había quedado con un compañero abogado para tomar un café y charlar acerca de un asunto de trabajo. Pues cuando estábamos enfrascados en nuestra tertulia, se acercó a nuestra mesa una señora guapísima y, tímidamente, me preguntó si podía hablar conmigo.
Instantáneamente me acordé de Ricardo, el señor que me abordó en Isla Bonita y que ya les conté hace unas semanas, pero claro, aquellos ojazos azules no tenían ni pinta de comparación con los de Ricardo.
Fue mi contertulio el que, sintiéndose como gallina en corral ajeno, que se dice, la invitó a sentarse: “No hay inconveniente, yo les dejo”. Y despidiéndose con un: “Ignacio, nos llamamos y concluimos este asunto”, se ausentó mientras de reojo iba atento, porque suponía que allí había plan.
La señora, muy cortada aún, me indicó: “No quiero molestarle, don José Ignacio, pero le he reconocido y, como Ud. da siempre buenos consejos, me he atrevido a preguntarle. ¿podría contarle mi problema?”.
En este punto, mientras yo le contestaba afirmativamente, me puse a pensar que, si siguen las cosas así, la gente va a pensar que tengo el despacho en las cafeterías y restaurantes pero, por otra parte, soy hombre, no tengo compromisos afectivos y, ¿que quieren?, no me importaba que me abordaran señoras como aquella.
Ya más relajada, se presentó: Don José Ignacio, me llamo ¿….?. Y me dijo un nombre que no entendí. ¿Cómo ha dicho que se llama?. Lo repitió y yo le entendí “Antimana”, o algo parecido, así que insistí: Perdone pero no lo he entendido bien, ¿Puede Ud. escribirlo?. Sí claro y sacando un bolígrafo del bolso, en una servilleta de papel escribió: ATIDAMANA.
Siempre me han llamado la atención los nombres canarios de ascendencia guanche, pero como soy un zoquete en cuestiones antroponímicas, y no lo relacionaba con esta tierra de mis amores, me aventuré a preguntarle, ¿Ese nombre es vasco?. Ella se echo a reír, como el que ríe un chiste, pero con un deje de conmiseración por mi oscurantismo. No, don José Ignacio, es un nombre guanche. Atidamana era la esposa de Gumidafe. Fueron los Reyes de Gáldar y gobernaron toda la isla de Gran Canaria.
Yo, a estas alturas de la conversación, estaba absolutamente seducido por Atidamana. Aquellos ojazos azules…, aquel collar de perlas blanquísimas que tenía por dentadura…, su melena negra… (que para mí la hubiera querido yo). Bueno, que había caído en sus encantos. Y lo peor es que me daba cuenta que ella lo sabía.
Conseguí reaccionar y le pregunté, sin llamarla por su nombre porque aturdido como estaba, no quería hacer el ridículo pronunciándolo mal: ¿Dígame en que le puedo servir?
Me contó que sus padres habían fallecido recientemente en un accidente y que tenía una hermana mayor que la odiaba desde que nació, porque según le habían contado sus padres, nunca soportó que viniera ella a desbancarla en el cariño de sus padres. Vamos, una historia de celos, habitual entre hermanos.
Sus padres habían hecho testamento en el que las declaraban a ambas herederas universales a partes iguales, pero que la hermana, que era la que siempre había llevado la voz cantante en cuestiones de dinero, quería quedarse con la mayor parte de la herencia, a base de valorar ella las fincas y las casas que dejaron sus padres, y luego quedarse con las que más le convenían.
Me preguntó si eso lo podía hacer y añadió que su hermana tenía unos abogados de Las Palmas que eran muy buenos.
Su relato me había vuelto a subyugar, hasta el punto de que me parecía estar viviendo un cuento del estilo de la Cenicienta. Faltaba la malvada madrastra, pero me daba la impresión de que la pérfida hermana se bastaba sola. Era como si mi imaginación me llevara a ocupar el papel del príncipe resplandeciente que hace justicia y se lleva como premio a la princesa. Aunque más bien mi imagen me asemeje al sapo en que se encarna al príncipe encantado.
Yo la tranquilicé. Primero, en cuanto a los abogados de la hermana (que con su descripción me había picado en el amor propio), le dije que no se preocupara, que por buenos que fueran los rivales, acabaríamos con ellos. Vamos que parecía yo Don Quijote enfrentándose a los molinos de viento.
Le indiqué que, para empezar, ella tenía los mismos derechos que la hermana, que la valoración de los bienes, de no estar de acuerdo, la haría un perito imparcial designado por el Juez, que en cuanto a la adjudicación de bienes, si tampoco había acuerdo, lo decidiría igualmente el Juez y, en el peor de los casos, se venderían en publica subasta y cada una de las hermanas recibiría la mitad…
Aquí, Atidamana me preguntó si yo podría defenderla. ¿Vaya pregunta?. Por supuesto le dije que sí, mientras para mis adentros me preguntaba a quien hay que matar para ello.
Le dí cita en mi despacho para dentro de unos días, y le hice una lista de la documentación que tenía que traerme. Ella se levantó y me extendió su mano. Durante unos instantes titubeé entre besar su mano o estrechársela. Opté por lo segundo y, en ese momento, sentí la sensación de que a Atidamana nadie le haría daño alguno mientras yo viva.
Ya les contaré.

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