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La mejor semana

Francisco Pomares

 

Ayer terminé de desayunar, me levanté y estuve caminando durante unos minutos por la ciudad embozada. Al cruzar por un paso de cebra un policía municipal me llamó desde su moto, le miré sorprendido y señaló su mascarilla. No fue ni siquiera una reconvención, más bien un gesto casi cómplice: yo había olvidado ponerme la mía. Di un bote, la saque corriendo del bolsillo y me la puse, bastante avergonzado. Sintiéndome culpable€ Unos minutos antes, mientras desayunaba, un buen amigo me había confirmado por teléfono que estaría algunos días fuera de circulación. Dio positivo y lo iban a internar. Lo primero que pensé es que había estado con él un par de semanas antes. Sentí un miedo difuso, una sensación de vértigo íntimo. Miré en la agenda del teléfono el día que nos habíamos encontrado: fue el uno de agosto. Respiré aliviado€ En fin, que podría contarles muchas más así, cosas que me ocurren todos los días, que nos pasan a todos y nos recuerdan que el mundo y nuestra vida giran ahora alrededor de la pandemia y sus miedos y sus ritos. Pero a veces también llegan buenas noticias.

 

El presidente Torres volvió ayer a recordar los datos en retroceso de la enfermedad en las islas, esta vez utilizando como fuente oficial las tablas de la Dirección General de Salud Pública del Ministerio. Recurrió de nuevo a utilizar twitter para insistir en la necesidad de tener prudencia y evitar el triunfalismo. Tiene toda la razón, sería idiota tirar voladores, pero es verdad que esta última semana se ha producido el milagro de lograr bajar la incidencia acumulada de la pandemia desde casi cien casos por cien mil habitantes hasta poco más de 45. No hay garantías de que las cosas no vuelvan a cambiar de nuevo a peor, pero todo apunta a que esta vez se ha conseguido eso que llaman doblar o doblegar la curva de los contagios. No es un hito para presumir, pero marca un punto de inflexión importante. No solo porque nos sitúa de nuevo en los estándares exigidos por las autoridades turísticas de Alemania y Países Bajos, sino porque nos devuelve la confianza en las decisiones sanitarias.

 

 

No se puede bajar la guardia. Más bien, lo que toca es recordar en todo momento que detrás de cada una de esas cifras hay personas que se enfrentan a una enfermedad bastante canalla. Y también que la enfermedad no va a durar siempre. Lleva con nosotros –instalada en nuestra forma de vida– algo más de siete meses, de los que casi tres los hemos pasado confinados. Parece que ha transcurrido mucho más tiempo y lo cierto es que estamos solo al principio de un proceso que durara un año o año y medio más hasta encarrilarse. Se nos hará eterno. Pero pasará, como han pasado otras enfermedades mucho peores que esta. Dejará un recuerdo de muertos queridos, de esfuerzo de los sanitarios, los educadores, las fuerzas de seguridad y millones de ciudadanos que cumplen las instrucciones y se protegen de lo que está ocurriendo tomándose las medidas de precaución muy en serio. Dejará también un paisaje social desolado por una extraordinaria devastación económica, y millones de sueños rotos: ancianos que esperaban poder por fin descansar, jóvenes decididos a empezar a vivir, familias destruidas por la pérdida, personas sin trabajo ni recursos para sobrevivir. Pero pasará, como han pasado todas.

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