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La trampa de la pobreza

Usoa Ibarra

 

Lanzarote es una isla de contrastes, especialmente si reparamos en el reparto de la riqueza. Podríamos dividir el estrato social en varios grupos: el de varias familias que concentran grandes fortunas, el de una población autóctona que ha ido a más en comparación con sus antepasados, y la población (principalmente foránea) que hace malabares para llegar a final de mes, que se concentra en los barrios dormitorio de Arrecife, en muchos casos trabajando en negro y por lo tanto, no cotizando, ni aportando a la caja común, pero pidiendo que se les compense su desajuste salarial con prestaciones y ayudas públicas. La pobreza, que es una realidad que hay que encarar, se ha convertido  en un medio político para lograr poder, y en esa supuesta bondad de poner el foco sobre el “olvidado”, no se dan cuenta de que están alimentando la llamada “trampa de la pobreza” que lleva a estas personas beneficiarias de una renta social a aislarse aún más del mercado laboral, de la sana competencia, y a acomodarse en sus guetos, interpretando que las ofertas laborales que puedan surgir son menos rentables que cobrar una ayuda por la que no se exige ni cualificación, ni esfuerzo.

 

La pobreza a la que se refieren los estudios (el 36,4 por ciento de la población canaria está en el umbral de la pobreza) no está vinculada  con los  sintechos que malviven en nuestras calles que  son víctimas de enfermedades mentales y/o drogadicción, siendo esta dependencia la que les hace, ante todo, “pobres personas”. La pobreza que miden las instituciones  está más bien relacionada con el estándar de calidad de vida que se ha fijado en un lugar concreto. De este modo, para saber si alguien está en el umbral de la pobreza se miden los ingresos familiares (1 sueldo de menos de 700 euros), las carencias materiales (no tener vacaciones, televisión o teléfono) y la baja intensidad del empleo (trabajar menos de dos horas). Es decir, las personas pobres notan muy poco la mejora económica, porque ya han tocado fondo.

 

 

Ahora bien, estoy segura de que hay muchos leyendo esta columna que teniendo un sueldo medio (1.200 euros al mes) hace tiempo que no tienen capacidad de ahorro, o que ante un imprevisto, no llegan a final de mes. Este grupo poblacional, cumplidor y esforzado, no está dentro de la estadística de la pobreza, pero se ha empobrecido, porque no se ha legislado para mejorar sus sueldos. Por eso, los servicios sociales no deberían ser la base de nuestra calidad de vida, sino un recurso disponible y temporal para cuando lo demás falle. Sin embargo, hay políticos que priorizan la excepcionalidad y los derechos minoritarios a costa del bienestar colectivo.

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