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Un día para no olvidar

Francisco Pomares

 

Treinta de mayo tenía que ser, un día para el regocijo y la fiesta en Canarias, para aplaudir el reconocimiento de los méritos y el esfuerzo, el talento, la defensa de las realidades y verdades de una sociedad mestiza y abierta al mundo.

 

Pero no será recordado por eso, sino por ser el día aciago en que el Gobierno de la nación incumplió finalmente todas sus promesas anteriores al 23 de julio y dió paso con una votación sin fisuras a la ley más contestada de la historia de la Democracia española. Tan contestada, que hasta el 23 de julio la consideraban improbable, ilegítima e inconstitucional la inmensa mayoría de los diputados que ayer la votaron en el Congreso. No hubo ni un socialista –ni uno sólo- que asumiera la defensa de la dignidad y la coherencia del partido ante una ley que hasta hace poco se declaraba imposible. Una ley tan contestada que hasta el propio presidente del Gobierno, en un gesto de extraordinaria cobardía, se abstuvo de acudir al debate, apareciendo sólo a última hora para unir su voto al de los otros 176 diputados que apoyaron como un sólo hombre la liquidación de la separación de poderes en España, el reconocimiento del agravio histórico del Estado a Cataluña, y la aceptación de que el soberanismo tenía razón cuando se levantó contra la Constitución.

 

El presidente Sánchez eligió el silencio, no quiso decir ni una palabra sobre la ley que mantiene –de una votación a otra- su gobierno que no gobierna. Hablaron por él otros: Miriam Nogueras, por Junts, anunció la victoria de Cataluña sobre la nación española –“esto no es perdón, ni clemencia, hoy se ha ganado una batalla”- e insistió en hacer saltar por los aires el argumentario para el cambio de opinión tras el 23-J: “Esto no es reconciliación, esto es reparación, y solo en parte”. ¿Sólo en parte? Sí: “Nuestro objetivo está más cerca y es la libertad definitiva”.

 

También habló por Sánchez Gabriel Rufián, aplaudiendo la derrota sin paliativos del Régimen del 78, felicitándose del éxito final del separatismo en el asalto contra la Constitución, y anunciando el segundo pago que deberá cursar Sánchez para seguir en Moncloa: el referéndum pactado por el Estado con los independentistas, la prueba final que ha de decidir el destino de España y de la igualdad entre españoles. Mientras, se peleará por el Pacto Fiscal, la bilateralidad y el derecho a decidir, paso previo a la creación de la república catalana, dentro o fuera de una España confederal, de naciones ricas que no pagan y territorios instalados para siempre en el subdesarrollo y la pobreza. Rufián no dijo nada distinto de lo que viene diciendo desde hace años.  No cogió a nadie por sorpresa. En cuanto a Sumar, el discurso fue más elaborado: el diputado Pisarello iba a la caza de medallas para sí y para su jefa: por eso recordó que ha sido la izquierda de verdad, la yolandista, la que ha apuntalado los privilegios de Cataluña, reabriendo el proceso revolucionario que la guerra civil dejó pendiente.

 

Fue finalmente el diputado socialista Artemi Rallo quien presentó el proyecto imprescindible para preservar en el poder a un presidente que no ganó las elecciones, y a un partido que votó la aplicación del artículo 155 y ahora se considera culpable de haberlo hecho. Rallo definió la amnistía como una ley necesaria para normalizar la política catalana y recuperar la reconciliación y el diálogo, aunque no se privó de calificar muy reconciliador a los que no votaran con él de neofascistas y filonazis, eso en clave electoral, porque la partida es infinita y sigue en marcha. Abrió las compuertas de la bronca, que recorrió los escaños en una de las jornadas de ejercicios reconciliatorios más penosas que el hemiciclo recuerde.

 

Pero el ruido y la escandalosa parcialidad de Armengol fueron un esfuerzo absolutamente inútil para ocultar la respuesta de los indepes: la amnistía abre la puerta al referéndum, reconoce el agravio español que empezó en 1714, admite la existencia de lawfare contra los indultados y fugados catalanes, y significa que la España autoritaria que frenó el proces, se rinde, pide disculpas, impone obediencia y acatamiento a los a los jueces, y a los súbditos el reconocimiento de que hay ciudadanías de primera y de segunda. España se arrepiente.

 

Enfrente, defendiendo en solitario la España posible, las derechas.

 

Un desastre de país fraccionado y roto, donde ya no es posible ningún acuerdo. Y todo para que un político acosado por sus socios, incapaz de hacer funcionar el país, instalado en la provocación internacional como mecanismo electoral y con su mujer y su hermano investigados en los tribunales, pueda seguir cabildeando el futuro del país algún tiempo más.

 

30 de mayo malparido, éste. ¿Un día para olvidar? Quizá para todo lo contrario.

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