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Las tres amigas de la Villa

Teguise sigue siendo el pueblo de las vidas de Fayna Tolosa, Marisol Martín y Mara Hernández, donde han pasado los mejores años, y los que están por venir

 

  • Concha de Ganzo
  • Laura González
  •  

     

    La primera vez que hablamos con Mara Hernández nos dijo que su lugar favorito del mundo estaba en su calle. Porque allí nacieron sus padres, vive ella y viven sus amigas. Tal vez por eso, en esta conversación entretenida no podían faltar ellas, sus vecinas: Fayna Tolosa y Marisol Martín. Las tres se encargan de hablar de una villa de Teguise de pura ensoñación.

     

    Sentadas en el patio de atrás de la casa de Fayna Tolosa, las tres amigas hablan de Teguise. El pueblo de sus vidas, ese lugar que las acoge, en el que han pasado los mejores años, y los que están por venir. Los recuerdos aparecen a borbotones, situaciones curiosas, momentos divertidos, entrañables y la risa contagiosa de las amigas en una tertulia amena,  mientras a lo lejos, las casas blancas de la villa, el paisaje granulado y ese aire distinto envuelven estos instantes. 

     

    La vida en Teguise resultaba sencilla. Cercana. La gente se conocía y los niños jugaban en la calle. Imaginaban que le daban a un balón perfecto, y las niñas usaban latas vacías de leche condensada como calderitos que poner al fuego. Y lo mejor siempre ocurría cuando llegaban las fiestas. Había que estrenar. Ponerse guapas y salir a la calle, deambular por aquel laberinto conocido. Ir a la iglesia y al teatro.  Y sobre la mesa de cada casa siempre esperaba la comida más especial. Algo distinta al potaje habitual que se comía para almorzar y cenar. 

     

    Desde los pueblos más alejados, también desde el señorial Teguise, era necesario bajar a la capital para comprar lo más valioso. Las mejores telas con las que hacer vestidos. En aquellos años hasta para poder bañarse en Famara era necesario que alguien, con buena mano, hiciera un bañador. Un bañador con faldones.

     

    Estas tres amigas, Fayna  Tolosa,  Marisol Martín y Mara Hernández han llevado vidas similares. Las tres se casaron de blanco. Tuvieron convites modestos, salvo alguna excepción. Estos festejos se celebraban en los salones de la casa. Recibieron regalos repetidos, demasiados vasos, y jarrones, copas que jamás usaron. En aquellos años, algunas novias, por luto, tuvieron que ponerse trajes de otros colores, azul marino, gris y hasta negro.

     

    Las amigas siguen con su charla. Recordar las lleva a otro tiempo. Cuando no existía champú ni gel. Para suavizar el pelo se le ponía al agua unas gotas de vinagre, y a los niños se les bañaba con manzanilla, para mantener el pelo rubio. A las abuelas les gustaba que sus nietos fueran blanquitos y rubios. Como querubines bajo el sol.  

     

    Nadie quería que las niñas se pusieran negras. Entonces estar moreno estaba mal visto. Una marca de procedencia, de estatus social.  Las mujeres del campo tenían que taparse, esconderse, para que la piel blanca no se tostara. La belleza y la fealdad eran las dos caras de una misma moneda. Y todos querían que al lanzar la moneda al aire, saliera cara. Una cara brillante, libre de asperezas, y blanca.

     

    Teguise se ha convertido en su mejor refugio. Han vivido momentos complicados, y felices. Una al lado de la otra han sabido crecer, y adaptarse. Reconocen que ahora se vive mucho mejor, pero quizás extrañan aquellos días en los que había tiempo para  detenerse y visitar  a los tíos, y abuelos. La nostalgia es como un pañuelo de seda, vaporoso, agradable, que arropa, y abraza. Resulta difícil olvidar esa sensación placentera. Mientras cae la tarde sobre la villa, y el cielo proyecta nubes lejanas.

     

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