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El bar que me eligió a mí

Andrés Martinón

 

 

Hay una frase en la novela 'La Sombra del Viento' de Ruiz Zafón que dice algo así como que “uno no elige su libro favorito, sino que el libro te elige a ti”. Pues yo creo que uno no elige su bar favorito, él te elige a ti.

 

Hay algo especial cuando uno tiene 27 años. No sé si es esa la edad en la que verdaderamente te das cuenta de que no tienes paraguas de tus padres, que lo que queda en la vida es trabajar y sobrevivir y que la diversión ya no es algo gratuito. Te cuesta. Te cuesta tiempo, dinero, trabajo, aguantar lo que no quieres aguantar... No es casual que los 27 sea la edad maldita; con esos años fallecieron Jim Morrison, Kurt Cobain o más recientemente Amy Winehouse. Supongo que esta gente pensó lo que le venía encima y con el apoyo de algunos estupefacientes, revolvieron en exceso lo que tenían en sus mentes.

 

En fin, para no perderme mucho, a los 27 años decidí pedir una excedencia en un periódico provincial en el que trabajaba para darme un respiro a esa edad con cierto revuelo en la cabeza. Decidí viajar a Escocia y vivir un año en Edimburgo. Llegué con toda la predisposición de saber que todo me iba a salir bien. Y así fue. Quizás haya sido uno de mis años más completos en lo emocional y en lo formativo.

 

Y es ahí donde ese bar fantástico, donde te sientes como en casa, me eligió a mi. Se llamaba el Port O'Leith Bar y fue como un flechazo; un amor a primera vista.

 

Llegué en junio y el barrio donde vivía, Leith, que para el que ha vivido en Las Palmas es como una especie de La Isleta, por su pasado marinero y por su presente cosmopolita, celebraba sus fiestas patronales. Firmé un contrato con el casero donde compartiría piso con otras cuatro personas (esta parte es mentira: no firmé nada. Todo era en negro. Han pasado ya 19 años, creo que ha prescrito el delito) y me mudé ese mismo día. Una vez instalado no conocía a nadie en el apartamento, pero me dije a mí mismo que me iba a echar una o varias pintas de buena cerveza en mi honor. Y lo hice solo.

 

Había conciertos por las calles y por la zona de los muelles. Lugares reconvertidos en 'waterfront', como ellos llaman, edificios modernos en la primera línea de mar. Tocaban grupos de jazz y no estaba mal. Pero, he aquí el meollo de la cuestión, vi un viejo bar, con una fachada pasada de moda pero ciertamente llamativa y se oía a la gente cantar tan alto en su interior que desde la calle se oía como un estruendo. Y por eso digo, que el Port O'Leith me eligió a mí.

 

Entré, me pedí la pint (pronúnciese “paint”) y en menos de 15 segundos ya había un tío colgado de mi cuello y abrazándome con amor incondicional cantando el 'Que será, será' de Doris Day. El colega era un borrachuzo de tomo y lomo, pero, oye, te agarraba con franqueza. Me bebí dos pintas más y canté con desconocidos durante una hora. Y ya supe que ese sería mi bar de referencia.

 

La historia continúa. Fui haciendo amistad con los compañeros del piso y les dije que había conocido el mejor pub de Edimburgo. Al decirles el nombre me dijeron que, alguno de ellos, que llevaban viviendo más de tres años en el piso, no habían ido nunca a ese pub que se encontraba a 50 metros de la casa. Me dijeron que había una leyenda que allí había muerto una persona de una puñalada y que lo consideraban peligroso. Lo puse en duda y siempre que había posibilidad, llevaba a mis invitados al bar. De hecho, se convirtió en el bar preferido de todos los que vivieron en ese 'tenement', piso humilde de corte victoriano.

 

Y es que el Port O'Leith tenía sabor a mar. Decorado con banderas llevadas una a una por tripulantes que atracaban en el puerto, el pub era lo que se dice un pub local, donde no iban turistas, sino los residentes. Gente dura, como todos los barrios de pescadores o marineros. Pero una vez te aceptan, estás en tu casa. Todo el mundo que llevé se quedaba medio sorprendido al principio, pero al cabo de tres pintas, ya estaban bajo el hechizo del bar que regentaba Mary, una antigua madame con más historias que la biblia.

 

Y, además y voy concluyendo, en el Port O'Leith todo el mundo era feliz. Era feliz el que estaba ebrio; el que estaba en vías de estarlo, pero, sobre todo y he aquí una difícil cualidad, sus trabajadores. Cuando me tocaba a pedir la ronda de cervezas, me encantaba cuando le pedía a la típica camarera escocesa rosadita y rolliza ver cómo cantaba mientras servía las pintas. Recuerdo como si fuera hoy mismo a una de aquellas profesionales como tiraba del grifo mientras cantaba  a la vez que sonaba el Wonderwall, de Oasis.

 

Después de un año en Édimbará (como así pronuncian los escoceses la palabra Edinburgh) me volvía a Canarias y, lógicamente, mi despedida fue allí. Vino gente hasta de Glasgow. Farewell party, que dicen. Y cuando se va a cumplir 20 años de mis experiencia escocesa, pienso en el Port O´Leith. Porque sé que fue el bar que me eligió a mí.

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