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Propongo un veto a los que vetan

Andrés Martinón

 

 

Hace unos días leía en El País una noticia que creó en mí una triste decepción. El artículo se titulaba: “Wimbledon veta a los tenistas rusos y bielorrusos por la guerra de Ucrania” y dejaba a las claras que la organización del prestigioso torneo de tenis no permitiría a estos deportistas participar en la edición de 2022. En un comunicado, la dirección del torneo muestra, con espíritu solemne, que actúan por responsabilidad ante un ataque injustificado sin precedentes.

 

Voy directo al grano. No estoy de acuerdo con este tipo de prohibiciones. Las guerras, como otras maniobras políticas, deben estar al margen del deporte. Los jóvenes que participan en la competición nada tienen que ver con las decisiones de hombres (y digo hombres, porque no suelen ser mujeres las que declaran guerras) de avanzada edad que por estúpidas ambiciones y presiones económicas mandan a muchachos a matarse por algo que ni les va ni les viene.

 

¿Qué cree la organización de Wimbledon que va a conseguir con esta postura? Que un tío como Putin va a decir ahora: “Ah bueno, como no pueden jugar este torneo mis compatriotas, abandono mis ansias imperialistas”. Comprenderán como yo que esto no va a pasar. Lo único que va a conseguir es crear más división.

 

El deporte tiene grandes momentos en los que los deportistas con conflictos creados entre sus países han pasado a formar parte de la historia, precisamente por el comportamiento y el espíritu deportivo mientras se enfrentaban o incluso compartían equipo. ¿Cuántos equipos tuvieron jugadores croatas y serbios en plena Guerra de los Balcanes? ¿Cuántos jugadores rusos y ucranianos conviven en la actualidad en formaciones deportivas?

 

La Guerra Fría ha vuelto. Y lo digo por este tipo de vetos, como el de Wimbledon. A los que tenemos ya unos años no se nos olvidan los boicots que se hicieron mutuamente Estados Unidos en los Juegos de Moscú y los soviéticos en las Olimpiadas de Los Ángeles. Precisamente, en los Juegos siguientes, los de Seúl 88, se jugó un partido simbólico: un URSS-EEUU de baloncesto y perdieron los americanos. Nada pasó. Bueno, sí pasó, que los americanos no dejaron que volvieran a sufrir otra humillación y a partir de ahí jugaron las Olimpiadas con los profesionales de la NBA y de ahí, que Barcelona 92 sea histórica porque USA llevó a su mítico Dream Team de Michael Jordan, Larry Bird y Magic Johnson.

 

Una vez entrevisté al especialista en ajedrez Leontxo García y hablaba sobre la tensión y la grandeza de los enfrentamientos entre Karpov y Kasparov: toda una guerra de generaciones; el jugador que representaba a la antigua Unión Soviética y el joven que llegaba con la Perestroika y el fin de la URSS. Ingenuo de mí, pregunté a Leontxo qué debería pasar para que una partida de hoy en día se viera por la tele en España como aquellas disputadas en la final de Sevilla (13 millones de telespectadores llegaron a ver estos dramáticos enfrentamientos). Le dije a Leontxo que quién debería enfrentarse a Magnus Carlssen, actual campeón. Y su respuesta fue contundente. Me dijo: “Carlssen no debería jugar. Para llegar a tales niveles de audiencia la final del Mundial la tendrían que disputar un israelí y un palestino”.

 

El deporte admite como algo épico este tipo de situaciones. Los goles de Maradona (el de la Mano de Dios y el mejor de la historia del fútbol) valdrían menos si meses antes Reino Unido y Argentina no hubieran participado en la Guerra de las Malvinas (aquí sí fue una mujer la que metió a su país en un conflicto bélico).

 

Espero que nadie siga la iniciativa de Wimbledon, que, como bueno ingleses, ofrecen en muchas ocasiones lecciones éticas según su conveniencia. Espero que acabe esta maldita guerra y que rusos y ucranianos vuelvan a ser hermanos y que nadie vete a un deportista por cuestiones ajenas al propio deporte.

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