¿A quién le importa?

Francisco Pomares
En política, la moción de censura es un mecanismo excepcional. Su razón de ser no es premiar ambiciones ni saldar venganzas, sino sustituir a un gobierno cuando existen razones sólidas para retirarle la confianza. En la teoría, es un instrumento que se activa cuando lo que se censura es grave: corrupción, desgobierno, incumplimiento flagrante de compromisos. En la práctica española, sin embargo, la censura se plantea básicamente porque se cuenta con números para ganarla. No importa tanto qué es lo que se censura, sino quién suma los votos. Lo demás es atrezzo.
El caso de Güímar es un ejemplo de manual: Carmen Luisa Castro, la recién elegida alcaldesa del PP, ha recuperado el bastón de mando gracias a un cínico acuerdo con dos tránsfugas del PSOE y uno de Nueva Canarias. No hablamos de un giro programático en la corporación, ni de una reacción cívica ante un escándalo reciente, sino de una jugada milimétricamente orquestada para devolver al trono edilicio a una política que ya había sido alcaldesa, que mantiene pasadas pendencias judiciales y que se ha hecho notar más por su populismo estridente que por su gestión.
Video promocional de Luisi
Luisi ya fue alcaldesa en 2013 (también tras una censura) y revalidó su alcaldía en 2015. Ha vuelto con su estilo inconfundible: una recurrente agresividad política como marca personal y populismo de alto voltaje que con demasiada frecuencia roza lo pintoresco. Hacer campañas basadas en su presentación como cantante de cabaret, invitar con dinero público a sus vecinas a soirées eróticas y organizar visitas municipales a programas del corazón de la tele nacional, denotan una forma un tanto singular de entender el ejercicio del poder. Proponer disparates irrealizables como los festejos naumachios que quería montar en los hoyos de Güímar, o pintar de azul pitufo los edificios públicos y las fronteras del municipio, revelan una personalidad más asirocada que genial. Por los motivos que sean, porque Luisi es una señora desacomplejada y divertida, parece ser que a una parte importante de los vecinos de Güímar les convence votarla. Pero esta vez su regreso no es fruto de una ola de desbordado entusiasmo ciudadano, sino del cambio de bando de tres concejales que decidieron que su compromiso electoral era, digamos, tirando a flexible.
Pero lo más llamativo de esta censura es la absoluta ausencia de explicaciones sólidas, incluso del apoyo de su propio partido. La exposición de motivos de la moción parece un menú degustación de agravios, con acusaciones cruzadas que van de lo personal a lo anecdótico. El alcalde saliente –Gustavo Pérez- no es precisamente la alegría de la huerta, pero puede presumir de haber reducido la deuda municipal, bajado el paro y haberse gastado la pasta de los impuestos en limpieza y vivienda social. Claro que eso son detalles secundarios cuando lo que está en juego es el sillón. El PSOE local ha vivido la escena como un drama griego, con el ex alcalde, Airam Puerta, lamentando que sean dos de los suyos quienes hayan encumbrado a una candidata del PP. Nueva Canarias, que puso la guinda, tampoco presentó plan alguno de gobierno ni justificación creíble para esta juerga. Y ése es el problema: en España, la moción de censura se ha convertido en un deporte de salón, un recurso para asaltar el poder municipal cuando la aritmética lo permite. Lo de “censura” es un decir. Aquí no se castiga una gestión desastrosa, se aprovecha la oportunidad y se fomenta la ‘geometría variable’.
Castro ha prometido “abrir puertas y ventanas” en el Ayuntamiento, que sería una frase estupenda para la primavera, aunque menos afortunada con el fuego que está cayendo. La ventilación democrática no consiste en enchufarse a cualquier corriente de aire, y menos si ese aire huele –rancio- a pacto de circunstancias y revancha personal. Esta censura en Güímar no es un ejercicio de control político, sino un asalto al poder municipal negociado con antiguos enemigos. Es algo legal, incluso legítimo, pero poco elegante. Aunque eso… ¿a quién le importa…?
Una moción, ésta, en la que la alcaldesa entrante se ampara en el calor sofocante de ayer para no ofrecer ni siquiera un discursete de agradecimiento. Luisi renunció a hablar y cedió el micro a sus socios en la moción. Parece que se lo habían pedido y tenían ganas: les faltó acusar al alcalde censurado de haber matado a Kennedy. Luisi no dijo ni mú.