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Acertar a la primera...

Por Francisco Pomares

Publicado en El Día


Hay quien opina que en el asunto éste del coronavirus, las autoridades sanitarias están actuando con un exceso de improvisación. Son muchas las contradicciones, los cambios de protocolo y las decisiones que parecen tomadas más por intuición que por análisis. Eso se nos dice desde distintos sitios, casi siempre en voz baja: profesionales médicos que no comparten las decisiones, periodistas especializados o que dicen serlo, la oposición a quien gobierna en casa sitio (la sanidad está muy descentralizada en este país), y ese ejército anónimo y beligerante que se mueve por las redes y dispara a todo lo que se menea. Las críticas a los retrasos en las pruebas de confirmación o a la eficiencia general de las medidas que se adoptan, el contrasentido de que las autoridades minimicen el impacto de la epidémia pero pidan suspender reuniones multitudinarias, o cosas como el anuncio del presidente Torres sobre la decisión de no volver a declarar un entero hotel en cuarentena, están provocando una creciente desconfianza sobre la gestión pública de esta crisis. No es sólo algo local: afecta a las decisiones del Ministerio, pero también a las de la Organización Mundial de la Salud.

 

Pero es que no resulta fácil acertar ante algo desconocido: no soy ni remotamente un experto, pero el sentido común y mi impresión personal (reconozco que no siempre coinciden) es que en líneas generales, la respuesta que se está dando en el mundo desarrollado a las distintas incidencias de esta crisis responden a decisiones correctas, a un uso inteligente de los recursos de los que se dispone, y a un intento de minimizar el daño social y económico, pero poniendo la salud pública por delante. No es mucho más lo que puede pedirse a los gobiernos y administraciones en situaciones así. Más que el papel de quienes gestionan las decisiones sobre salud pública, me preocupa el abuso informativo, el ruido constante, la retransmisión en tiempo real de todas y cada una de las incidencias, reales o exageradas, de todos los casos, todos los contagios, todas las muertes, que es hoy la causa principal de la psicosis que vivimos.


El último episodio grave de carácter epidémico fue el del SARS, un coronavirus que originó el síndrome respiratorio agudo grave, que se expandió en 2003 en el sudeste asiático. Pasados diez meses desde su aparición en noviembre de 2002 en Cantón, el virus había infectado a casi 8.500 personas en una treintena de países y provocado más de 900 muertos. Su letalidad era tres veces mayor que la del coronavirus de Wuhan. Sin embargo, pasó mucho más desapercibido. Primero, porque su expansión no resultó ser tan rápida, a pesar de tener un índice de contagio levemente superior al de Wuhan. Y también porque las redes no estaban aún presentes en nuestra vida.

 

Con la presión constante de los medios y de una opinión pública asustadiza y poco acostumbrada a aceptar no ya sacrificios, sino incluso molestias menores, la respuesta institucional a esta crisis no es globalmente censurable. Probablemente podrían haberse hecho algunas cosas mejor, haber actuado con menos nerviosismo, improvisación y más decisión. Pero es la primera vez que nos enfrentamos a algo parecido y de tal magnitud: acertar en todos los casos a la primera, y hacerlo sin crear perjuicios económicos o tensiones sociales, no es precisamente tarea fácil.

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