AIEM: un debate clave

- Lancelot Digital
El Arbitrio sobre Importaciones y Entregas de Mercancías en Canarias es un impuesto que grava ciertos productos importados, con el propósito declarado de proteger a la industria local. Una suerte de arancel interno, autorizado por la Unión Europea, que permite a Canarias aplicar un trato fiscal distinto al del resto del territorio español para compensar los sobrecostes derivados de la insularidad. No se trata de un invento reciente: tiene su origen en la fiscalidad insular anterior a la democracia, se consolidó con el REF de 1972 y se adaptó en sucesivas reformas tras la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. Su forma actual fue autorizada en 2002, y prorrogada en 2014 y 2021 con el visto bueno comunitario. Hablamos, pues, de un mecanismo legal, asentado, negociado y que seguirá vigente hasta 2027.
Alexis Amaya, empresario propietario de Dormitorum, ha abierto el melón al cuestionar abiertamente el sentido del AIEM y reclamar su eliminación. Amaya es un tipo de armas tomar y ha decidido iniciar y financiar una guerra contra el arbitrio. No es la primera vez que alguien lo hace, pero sí es la primera vez que prende de forma visible la chispa en el debate público, provocando un pequeño seísmo. Las reacciones no se han hecho esperar: ASINCA, la principal organización industrial del Archipiélago, ha defendido con vehemencia la vigencia del AIEM, y varios responsables políticos han cerrado filas en torno a su utilidad sin admitir siquiera la posibilidad de una revisión.
Pero la cuestión no es solo si el AIEM beneficia o perjudica a los consumidores canarios, algo difícil de ponderar, porque tiene aspectos positivos por la protección de la producción local, pero también negativos por el encarecimiento artificial de productos fabricados fuera. El rechazo a plantearse siquiera un debate sobre el valor fiscal de este arbitrio es un buen ejemplo de la resistencia institucional al cambio que caracteriza a la totalidad de nuestras administraciones. En el caso del AIEM, la Autonomía y las corporaciones locales tienen un incentivo evidente: la pasta. Porque la recaudación no va a parar al bolsillo de los industriales que protege —como se insinúa falazmente en las redes—, sino a las arcas públicas. En 2023, se superaron los 160 millones de euros de recaudación, que se reparten entre cabildos y ayuntamientos conforme al bloque de financiación canaria que define el REF. Es decir, que una parte pequeña pero no despreciable del presupuesto corriente de nuestras corporaciones locales depende de mantener este mecanismo tal y como está hoy.
No es frecuente que ningún gobierno —ni local, ni regional, ni de ningún tipo— aliente un debate que ponga en riesgo sus ingresos. Pero tampoco es sensato cerrar los ojos ante el impacto que el arbitrio produce en el modelo económico, los mercados, su logística y —sobre todo— el consumo. La justificación del AIEM descansa sobre el argumento de que —si no existiera— producir aquí sería menos competitivo que importar desde fuera. Es cierto, pero no lo es menos que algunos productos protegidos han dejado de producirse localmente o lo hacen de forma marginal, y que el listado de bienes gravados necesita una actualización urgente.
La Unión Europea no impone el AIEM: lo tolera. Autoriza su aplicación confiando en que sirva realmente para defender la producción local. Si no lo hace, no hay justificación. Y si la producción apenas existe o está en manos de multinacionales, la lógica proteccionista pierde fuerza. Eso no significa que haya que eliminar forzosamente el AIEM. Pero sí que parezca razonable cuestionarse su utilidad, después de más de medio siglo de existencia sin que el arbitrio parezca haber tenido un impacto clave en el desarrollo de una industria autóctona, ni haya reducido sustancialmente las importaciones de productos que ya se fabrican aquí. Someter el AIEM a examen, estudiar si un impuesto que genera menos de 200 millones de ingresos y castiga los bolsillos de los consumidores tiene realmente sentido. Revisar el listado de productos, comprobar si es funcional, valorar su impacto sobre los precios y la competencia y, sobre todo, rendir cuentas: cuántos empleos sostiene, qué empresas se benefician, qué efectos tiene sobre la cesta de la compra. Pero conviene no engañarse: detrás de estas decisiones hay intereses empresariales, legítimos pero no desinteresados. Eliminar el AIEM favorecerá a los importadores y perjudicará a quienes todavía producen aquí.
Por eso, más allá de posiciones rotundas, lo que toca ahora es abrir el debate. Con datos, transparencia y honestidad. Y con la conciencia de que los privilegios fiscales deben poder justificarse. No se trata de desmantelar el sistema, sino de evitar que se fosilice. Porque lo que no se cuestiona no puede mejorar. Y ningún impuesto debe ser eterno por el simple hecho de que financia a quien decide sobre él. Negar el debate por sistema no es una respuesta democrática. La pregunta hoy no es si hay que defender la industria local, sino cómo hacerlo en 2025: si con aranceles encubiertos o con otras herramientas más eficaces.
La opacidad que rodea al AIEM ha sido su defensa durante años. Pero ahora alguien ha encendido la luz, y es poco probable que pueda volver a apagarse sin más.