Apaciguar al ogro

Francisco Pomares
Las políticas de apaciguamiento no han funcionado nunca. No sirvieron con Hitler en 1938, no funcionaron con Putin en 2014, y tampoco lo harán ahora con Trump, convertido en amo y señor del tablero mundial. Este domingo, en el campo de golf de su propiedad en Turnberry (Escocia), Trump selló con Ursula von der Leyen un acuerdo comercial que consagra la desigualdad, debilita a la Unión y confirma que, ante la amenaza, Bruselas sigue creyendo que ceder es más prudente que plantar cara.
El lugar elegido para sellar este acuerdo no es casual. Trump ha querido reunir a la delegación europea en su campo de golf escocés. Es su forma de escenificar la jerarquía: no se trata de una cumbre neutral, se celebra en la casa del jefe. Y Von der Leyen, con Maros Sefcovic a su lado, ha aceptado el rol de obediente y solícita invitada. Ni una sola crítica, ni una cifra que pudiera incomodar. Solo elogios vacíos al “clima constructivo” y a la “certidumbre en tiempos inciertos”.
Europa cede ante Trump, y sus líderes –lo sean de la Comisión o de la OTAN- asumen la aceptación de las nuevas normas de juego. Solo Macrón ha sido capaz de plantar cara y decir alto y claro lo que pensamos millones de europeos de esta decisión cobarde.
El pacto es simple y brutal: Estados Unidos aplicará un arancel general del 15 por ciento a las exportaciones europeas, sin que Europa aplique en respuesta nada equivalente a los productos estadounidenses. A cambio, se evita una escalada mayor en la guerra comercial, especialmente en sectores como el automóvil, la agricultura, los semiconductores o la industria farmacéutica, dejada fuera del arancel. Eso es todo. Se consagra una relación desequilibrada bajo el barniz de la estabilidad, y se celebra como un éxito que Trump no haya ido más lejos. Von der Leyen lo reconoció, con ese tono entre técnico y resignado que ha convertido en su estilo más reconocible, como las chaquetas de colores de la Merkel: “Tenemos un superávit, y Estados Unidos tiene un déficit. Hay que reequilibrar”. Traducido al cristiano: como vendemos más, tenemos que pagar un precio para poder seguir haciéndolo. La lógica de Trump —ver el comercio internacional como un escenario de deudas y victorias— se ha impuesto. Europa ha aceptado las condiciones del matón, ha firmado el tratado en su guarida, con él de anfitrión y monologuista.
En 2023, los aranceles medios eran prácticamente idénticos: 1,45 para los productos europeos que entraban en EE.UU., 1,32 para los estadounidenses que entraban en Europa. Ahora, Trump ha logrado imponer su 15 por ciento de forma unilateral, logrando que la Comisión acepte sin pelea una penalización estructural, que ya ni se disimula. El chantaje al que Europa ha sido sometida incluye invertir 600.000 millones de dólares en territorio norteamericano. además de la compra obligatoria de combustible estadounidense por 750.000 millones de dólares, durante los próximos tres años. Y se presenta esa imposición como un paso para reducir la dependencia energética del petróleo ruso, cuando en realidad, de lo que se trata es de un rescate de la industria fósil estadounidense. Se habla de estabilidad, pero lo que se ha pactado es una tregua en términos de sumisión. La Unión acepta que sus coches, sus productos agrícolas y sus semiconductores paguen peaje, mientras Trump se reserva excepciones estratégicas para proteger su sector aeronáutico, sus chips, sus materias primas críticas y hasta algunos cultivos.
La Comisión Europea evita el choque, aunque el resultado sea renunciar a cualquier pretensión de simetría o justicia comercial. Y es esa actitud —no pragmática, sino complaciente— la que alimenta el desprestigio creciente del liderazgo europeo. Una Europa que presume de valores y defensa del libre comercio, pero se acoquina cada vez que Trump levanta la voz. Penoso. El error cometido es político y estratégico: Trump demuestra que puede imponernos sus condiciones, fijar el terreno de juego y obligar a sus sumisos aliados a tragar sapos mientras sonríen a las cámaras. La Comisión intenta vender la excepción de la industria farmacéutica como un gran éxito, pero lo que se ha cerrado en Escocia no es un acuerdo equilibrado, sino un ejemplo de cómo Trump ha impuesto su lógica de guerra sin cuartel contra todo lo que le tosa, sin disparar ni un tiro: amenazas, presiones y desprecio al que se rinde. En la práctica, este acuerdo consolida definitivamente el giro proteccionista de la Casa Blanca y obliga a Europa a aceptar las reglas de su socio. Mientras Trump presume de haber logrado el “mayor de los acuerdos”, Bruselas balbucea sus aforismos sobre la estabilidad. Pero lo que ha ocurrido no era en absoluto inevitable. No lo era. Si se ha producido es porque, para evitarlo, hacía falta un coraje del que carece la Comisión.
Esto es un error: cada vez que Europa ha cedido para evitar males mayores, el resultado ha sido peor. Ocurrió con las cuotas agrícolas impuestas en los 80, con el espionaje industrial por el que nunca se adoptaron represalias, con los crecientes compromisos militares tras cada reunión de la OTAN… Es probable que Von der Leyen crea que ha ganado tiempo. En realidad, ha perdido credibilidad. La de ella y la del proyecto europeo que dice defender.