Domingo, 14 Diciembre 2025
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Por Guillermo Uruñuela

 

 

No tengo la certeza absoluta de que las variaciones de pensamiento sean algo común. Supongo que sí, o por lo menos a mí me han ocurrido. Todo aquello que posee cierta cercanía a lo que consideramos principios puede llegar a diluirse hasta límites indescriptibles.

 

Esta afirmación seguramente no sea la más ortodoxa para plasmar en esta página y quedaría más carismático defender, de forma vehemente, la integridad personal. Pero pienso entonces que les estaría mintiendo, o por lo menos, no les estaría contando mi punto de vista y en los tiempos que corren, la franqueza me parece una cualidad imprescindible.

 

El motivo de estos cambios en los puntos de vista se puede llegar a comprender con relativa facilidad. Y es que nos guste o no las personas evolucionamos; dicho gruesamente, cambiamos, de la misma manera que nuestras circunstancias se retuercen o se simplifican en momentos determinados. Por eso lo que pienso hoy quizá no me sirva para el futuro o sí, quién sabe.

 

Esta pequeña reflexión puede resultar un tanto burda pero está bien tenerla en cuenta a la hora de ejecutar juicios de valor sobre terceras personas. Uno que se dedica a verter opinión en páginas impresas lo dice con cierta experiencia ya que siempre corre el riesgo de convertirse en preso de sus palabras. Y este argumento es válido para cualquier mortal. Sino que le pregunten a todos aquellos políticos -en Lanzarote tenemos ejemplos especialmente clarificadores- que opinan de una manera en la hipótesis y de otra bien distinta en la certeza. Un deportista puede perder los colores por el peso de los pesos... y así se podrían enumerar un sinfín de ejemplos históricos en todos los campos.

 

De hecho, este tema en particular es muy recurrente para dialogar durante horas porque quizá la pregunta clave sea dónde ubicamos nuestras líneas fronterizas.

 

Recuerdo una conversación, hace años, con una persona que me dijo algo así como que era terriblemente incoherente y a día de hoy pienso que tenía toda la razón. Cuando viajaba con una mochila a la espalda y no recaía sobre mí la responsabilidad de portar una maleta con biberones y pañales me enervaban las ovaciones en el avión nada más tomar tierra. Me parecía algo tan absurdo como molesto. Sin embargo, en mi último aterrizaje en Guacimeta, cuando me encontraba expectante ante el inminente espectáculo bochornoso, vi a mi lado dos criaturas con una sonrisa de oreja a oreja aplaudiendo como locos y de repente, sin darme cuenta, me convertí en uno más del barullo reventando mis palmas ante los ojos felices de Guillermo y Lucas.


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