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Cuando lo mejor es no hacer nada

 

Andrés Martinón

 

 

 

Hace ya un tiempo hablaba con mi amigo Guillermo Uruñuela y él hacía alusión a la necesidad de reinventar la forma en la que se enseña a los más pequeños a jugar al fútbol. Es habitual ver a entrenadores que a jugadores con muy corta edad se les enseña a tirarse en cuanto los rozan, a protestar, a perder el tiempo. Todo en aras de poder ganar un partido... de la liga benjamín.

             

Si el entrenador puede ser medio fanático, los padres son armas de destrucción masiva. Un padre que ve hoy un partido de su hijo de 12 años se entromete en las funciones del entrenador, haciendo dudar a su hijo. Si al padre le añadimos un nivel más y lo pasamos a cuasienergúmeno se meterá con los jugadores rivales e insultará al árbitro y si pasamos a clase energúmeno top o australopithecus de los campos, incluso se pelea con otro padre de rango similar en pleno graderío.

           

Esto antes no pasaba. Directamente tu padre no iba a verte. Tenía cosas más importantes que  hacer. Si era un sábado por la mañana, probablemente trabajar aún más de lo que ya hacía el resto de la semana. Pero si era por el sábado por la tarde, pues a lo mejos se estaba echando la siesta o simplemente descansaba y no sabía sencillamente  qué es lo que estaba haciendo uno de sus hijos.

 

 

Cuando Guille comentó su teoría no sólo le di la razón sino que me vino a la memoria cuando mi padre me llevó con 12 años a ver al Claret Bofill de División de Honor de baloncesto en el antiguo Pabellón de Tamareceite. El ambiente era espectacular. Una cancha pequeña pero muy ruidosa. Era la época de Willy Jones, Tony Costner y el Patas Beltrán. Creo que jugábamos contra el Licor 43 y el partido se ponìa duro. La afición apretaba. Y lo hacía aún más a los árbitros. Cuando la decisión era contraria a los intereses del equipo grancanario se les gritaba eso de ¡¡¡H.... de  P.....!!! . Yo estaba alucinando con el ambiente y me dejaba arrastrar. Quería gritar esas tres palabras y seguir siendo parte de esa tribu. Pero, claro, yo iba con mi padre y no dije nada. Así que lo miré y deseé que él gritara a los árbitros esa blasfemia malsonante y así yo poder gritarlo aún más fuerte. Pero ¿qué pasó? Pues que mi padre no se inmutó. Siguió viendo el partido. No hizo ningún juicio de valor. Ni me dio una lección en plan: “Eso está mal”. Simplemente no insultó a nadie. Y yo lamentablemente tampoco.

 

Un padre debe acudir al deporte con sus hijos siempre que pueda. Si a su hijo le hace ilusión y a él también, fenomenal. Pero la norma, es no intoxicar. Animar y valorar no sólo el esfuerzo de su hijo, sino el del rival también. Y si no sabe que hacer, que haga lo que hizo mi padre: nada. Simplemente mirar.

           

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