Cuando se enciendan las farolas

Por Guillermo Uruñuela
Hubo un tiempo —no tan lejano— en que los niños salían a la calle con las rodillas descubiertas, la merienda en la mano y una frase de despedida que hoy sería casi motivo de alarma: “Vuelve cuando se enciendan las farolas”. Ese podría ser un resumen de mi infancia y de tantos otros en la que las alternativas eran muy limitadas y a su vez amplias hasta donde llegara el ingenio.
Hoy, en cambio, tenemos juventud de interior. Niños con pulgares desarrollados desde los tres años, capaces de desbloquear un iPad antes de saber atarse los cordones. Los pequeños ya no se ensucian, porque apenas pisan la tierra. El riesgo más grande que enfrentan es quedarse sin WiFi.En los 90, caerse era parte del plan. Las cicatrices en las rodillas eran trofeos. Nos construíamos fortalezas con ramas y piedras, no con avatares. Nos lanzábamos desde árboles sin casco, sin seguro, y sin un adulto con aplicación para seguir nuestros pasos en tiempo real. Era una especie de caos encantador.
Ahora, la infancia viene con manual de instrucciones, calendario de actividades, apps educativas y un miedo casi obsesivo al aburrimiento. Lo curioso es que, con tanta protección, los niños parecen más frágiles. No porque les falten cosas, sino porque les sobra control.
Por supuesto, no todo tiempo pasado fue mejor: también había pantalones de pana, bocadillos de mortadela con arena y la televisión era lo que era sin internet. Pero, a cambio, teníamos libertad. Aprendíamos a negociar en la calle, a resolver disputas sin mediadores y a construir amistades sin algoritmos.
La infancia de antes no era más feliz porque no existieran pantallas, sino porque no las necesitábamos. La diversión se fabricaba, no se descargaba. Hoy, muchos niños saben lo que es un “influencer” antes de saber lo que es un escondite.
No se trata de volver a meter a los niños en una máquina del tiempo ni de demonizar los avances. Pero sí de recordar que la infancia no se mide en píxeles, sino en momentos vividos. Que el barro bajo las uñas y las carreras sin rumbo también educan. Así que quizás deberíamos apagar un rato las pantallas, abrir la puerta del patio y decirles esa frase mágica: “Vuelve cuando se enciendan las farolas”. A lo mejor, todavía estamos a tiempo.