Delitos a un ¡clic!

Francisco Pomares
La última memoria de la Fiscalía de Canarias presenta una fotografía inquietante: casi 120.000 diligencias abiertas en 2024, algo más de un delito cada cinco minutos. Son las cifras más altas de los últimos cinco años. Aun así, el dato que debería helarnos la sangre no es el aumento de los delitos, sino su nueva geografía. El territorio más peligroso ya no es la esquina oscura o la calle sin luz: es la pantalla del móvil. El informe detalla un crecimiento sostenido de los delitos vinculados a las redes. Las agresiones sexuales aumentan un 15 por ciento en Las Palmas y un 7 por ciento en Tenerife, y cada vez más se cometen -o se amplían- en entornos digitales. El delito ya no llama a la puerta: se cuela por el router.
La pornografía infantil y su distribución crecen de forma acelerada, mientras los fiscales se quejan de la dificultad de identificar a los autores. El anonimato de internet alarga las investigaciones hasta dos años y convierte en imposible detectar a víctimas de trata en los centros de acogida de migrantes, al carecerse de seguimiento en línea.
El problema no es sólo local: Save the Children describe en su informe sobre violencia viral, hasta nueve formas de agresión que prosperan hoy en internet: desde el intercambio de imágenes y contenidos sexuales sin consentimiento -casi 50.000 jóvenes españoles lo han sufrido- a su correlato delictivo, que es la amenaza de publicar información o contenidos sexuales de alguien, y que lleva al chantaje y la extorsión. Otra categoría incluye la violencia online –en la mayoría de ocasiones contra la pareja o expareja-, el control de las redes, la apropiación de contraseñas, la difusión de secretos personales, o de información comprometedora, las amenazas e insultos. También el denominado ‘grooming’, en el que los adultos captan a menores, o las agresiones grabadas y difundidas, el ciberacoso que afecta ya al 40 por ciento de los menores españoles. O la exposición involuntaria a material sexual o violento que hoy alcanza a uno de cada dos niños. Y la sobreexposición de menores en las redes, una práctica idiota que muchos padres y madres han adoptado, considerándola inofensiva, y que puede provocar serios problemas a sus hijos.
Es obvio que la violencia digital no es ya un apéndice de la violencia real: es un fenómeno universal, que alcanza a todo el mundo y puede producir muchísimo daño.
A pesar de eso, el Gobierno tiende a mirar para otro lado, como si no fuera un asunto del que haya que ocuparse. En 2023, Sánchez anunció a bombo y platillo la implementación de un sistema para que los usuarios de páginas porno tuvieran que acceder a ellas identificándose, para así impedir el acceso de menores. Tres años después no hay ley, ni reglamento, ni la tecnología elegante y misteriosa que evitará que los pibes conozcan el sexo a través de las atrocidades que se cuelgan en las redes. La promesa de controlar los excesos de la pornografía duerme en un cajón mientras la edad de iniciación en YouPorno se dispara. Este es un ejemplo perfecto de lo que podríamos llamar la política placebo: se presenta el tratamiento, se aplauden declaraciones y titulares, pero el contagio sigue avanzando.
Es un patrón conocido. El Ejecutivo defiende proyectos y estrategias para la protección de la infancia en el mundo digital, pero la realidad es que las familias se enfrentan solas a un ecosistema en el que los menores reciben impactos constantes: imágenes sexuales no solicitadas, amenazas de compañeros, chantajes con fotos íntimas. El cuadro se completa con padres despistados que no saben cómo deben actuar, o incapaces de imponer hábitos de consumo razonables, con docentes desbordados, fiscales que piden sin cesar más recursos tecnológicos… y un Gobierno que, después de hacerse la foto y publicar la nota de prensa, ni regula ni fiscaliza. El absurdo es evidente: para entrar en una discoteca hay que mostrar el DNI; para comprar alcohol, la edad es requisito; para votar, tu edad en el censo se revisa con lupa. Pero para acceder a contenidos pornográficos basta un clic en una casilla que pregunta “¿tienes más de 18 años?”. Es la puerta más frágil del país, y detrás se esconden delitos cada vez más graves. Un Gobierno capaz de improvisar un decreto para limitar precios o de pactar en horas un cambio legal para contentar a sus socios parlamentarios, lleva tres años sin presentar un sistema de verificación de edad en webs pornográficas.
La Fiscalía ofrece otros datos muy preocupantes -el tráfico de drogas que crece un tercio en Tenerife, el aumento de la corrupción en un 82 por ciento, o el repunte de homicidios imprudentes por accidentes laborales-, pero el frente digital tiene algo distinto: es un crimen sin fronteras, sin horario y en el que cada minuto cuenta, y cada demora política deja a miles de menores expuestos. No se trata de demonizar la tecnología. Internet es una herramienta de conocimiento, comunicación y trabajo. Pero el laissez-faire digital se ha convertido en una invitación al delito. Las plataformas actúan cuando la presión pública las arrincona; las familias carecen de herramientas; y el Gobierno, que debería proteger, se limita a anunciar lo que no hará nunca.