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Don Carlos en su bandera

Por Francisco Pomares

Publicado en El Día

 

Mi hermana me estuvo localizando desde las tres de la tarde para contarme que su suegro había muerto. Dicen que las noticias de muerte no se detienen ante ninguna barrera, pero esta vez no fue así. Con el móvil agotado, encerrado en la oficina preparando unas absurdas guías docentes y luego en la presentación de un libro sobre Chávez (Hugo), en La Laguna, me enteré solo al llegar a casa a las diez y media. Algo ocurre a cierta edad, cuando ya no te llaman para bodas y bautizos, sino para velatorios y funerales, y entonces sabes que estás en línea de salida.

 

Subí a Santa Lastenia en taxi, repasando la última vez que nos vimos, don Carlos y yo, en su casa lagunera llena de vida vivida, libros leídos y recuerdos que empiezan a perderse. Un tipo de cuajo, este nonagenario irreductible que quiso llamarse guanche, poeta, cuentista, hijo predilecto de su ciudad y premio Canarias de Literatura. Meses antes de aquel encuentro, le habíamos publicado un librito con su última poesía, y don Carlos quería dar las gracias formalmente, como se hacía antes de que el tiempo devorara las formas corteses.

 

Fui con su hijo a verle una tarde, y nos recibió en la puerta, tan elegantementebritish él como siempre, con la sonrisa pícara y descomplejada, la mirada lúcida y acuosa y su buen humor a prueba de achaques. Me llevó al salón y sirvió unas copas. Un dedo de ron para mí y un güisqui canónico para él, que trasegó en sorbos cortos y profesionales. Hablamos de cosas intrascendentes, como suele hacerse, y de amigos trascendentes, de laguneros ilustres y de poesía. De la suya y de la de otros, apenas en hora y media pasada por un instante detenido como un tren expreso.

 

Cuando salíamos, quise pedirle que me llevara a su biblioteca inacabable e inabarcable, cuya imagen me persigue desde el primer día que me fue dado contemplarla, olerla e intuirla. Pero fui prudente y no lo hice: don Carlos parecía exhausto, con ese dolor en los huesos que algunos viejos sostienen como un atributo de dignidad, una proeza final de la vida. Antes de salir, nos paramos en un pasillo y le pregunté por unas caricaturas recortadas en madera de los actores principales de la República. Debía de haber una veintena, que él identificó una a una con nombres y apellidos: Azaña, don Niceto, Maura, Lerroux, Largo Caballero, Prieto, Araquistain, Casares Quiroga, Gil Robles..., los padres de una nación que se deshizo en pedazos y voló el sueño de progreso.

 

Ayer volví a verle, ahora también él una caricatura grandiosa y solemne de sí mismo, en un marco de madera noble, envuelto en la bandera tricolor, justo al final de sus últimos versos: "¡Tanto tiempo esperando! / ¡Oh, muerte! / ven y siéntate a mi lado, / tranquila compañía de aquel tiempo / que quise detener, / tan claro y limpio era".

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