Dos visiones del problema catalán
Por Alex Solar
Confieso que no sé a ciencia cierta si Puigdemont es “tonto”, “botarate” (que viene a ser lo mismo, según la R.A.E.), “patético”, “penoso” o “valleinclanesco”, como han llegado a decir algún columnista, o dirigentes de varios partidos. No soy quién para calificar el C.I. de nadie ni me interesa entrar en polémica con los que lo sostienen. Pero estoy seguro de que por ninguna de las partes en el llamado “problema catalán” ha existido nunca un genuino intento de diálogo, y no en el sentido de hacer ver los propios argumentos al contrario (que eso rara vez conduce a nada) sino a un diálogo “transaccional”, es decir “do ut des” en latín. O sea, “más política y menos garrote y tente tieso”.

En lo inicios de la Segunda República tuvo lugar un intenso debate por el Estatuto de Cataluña y dos personajes históricos pronunciaron sendos discursos, que ilustran a la perfección las dos visiones del problema que existían y aún perviven. Con el permiso de los lectores, los transcribo reservándome los nombres de sus autores para el final:
“Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que solo se puede conllevar, y al decir esto conste que significo con ello, no solo que los españoles debemos conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles. ¿Por qué? Porque el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. ¿Qué es nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Pues bien, en el pueblo particularista se dan, perpetuamente, en disociación, dos tendencias: una sentimental, que le impulsa a vivir aparte; otra, en parte también sentimental, pero sobre todo de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con otros en unidad nacional”.
El orador comparó también la historia de Cataluña con la de Irlanda: “es un quejido incesante”. Y precisó que lo lamentable de los nacionalismos es que dividen al pueblo entre “exaltados “y los que no coinciden con ellos pero no osan manifestar su discrepancia”.
La respuesta del otro personaje comenzó con una advertencia a toda la cámara:”Señores diputados, nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo. Se necesita que su solución, además de patriótica, sea acertada”.
“El problema que vamos a discutir aquí y que pretendemos resolver, no es ese drama histórico, profundo, perenne, a que se refería el señor O. y G. Nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente, discorde. Cataluña dice, los catalanes dicen: Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español. La pretensión es legítima. Este es el problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil. Ah, yo no sé si es difícil o fácil, pero nuestro deber es resolverlo sea difícil, sea fácil. La solución que encontremos, ¿va a ser para siempre? Pues ¿quién lo sabe? Siempre es una palabra que no tiene valor en la Historia, y por consiguiente que no tiene valor en la política”.
Han acertado Uds.,el primero era el filósofo José Ortega y Gasset, para quien el problema era tan irresoluble como la cuadratura del círculo. El otro interlocutor, Manuel Azaña, entonces presidente del Consejo de Ministros, un jurista que sabía que la esencia de lo jurídico es la forma. La fecha de los discursos, los primeros días de mayo de 1932, el 13 de ese mes el de Ortega y el 27 el de Azaña.