Dulce, ¡ay!

Francisco Pomares
Nos enteramos de su muerte en directo. Estábamos en antena, conmigo diciendo alguna de las habituales inconsistencias con las que construimos el comercio de la tertulia, y Daswani me interrumpió para dar la horrible noticia. Habían encontrado a Dulce muerta en un hotel de Madrid, no había más datos. Confieso que creí que a Miguel Ángel le había dado una pájara. “¿Dulce muerta? ¿Pero de que hablas, tío?”, pensé con irritada incredulidad. Tardé apenas tres segundos en darme cuenta de que debía ser cierto, no es posible decir una cosa así en antena sin tener la noticia bien agarrada por los pelos. La constatación resultó un mazazo para todos. Daswani recondujo el desierto de silencio en que se convirtió el programa. dando paso a una información sobre el simulacro de erupción de Garachico. El cambio de tercio nos permitió miráramos unos a otros desolados, aún en parte incrédulos, mientras los teléfonos empezaban a bizquear y el guasap se convertía en una metralleta disparando hacia dentro…Siempre me ha parecido curiosa la rapidez con la que se expande la noticia de que alguien ha muerto. No hay nada que fluya más rápido por los ecosistemas de la comunicación humana, nada que sea repetido más veces por más gente, nada que provoque más reacciones y ditirambos…
Cuatro o cinco minutos después, al filo del fin del programa, me di cuenta de que no había sido capaz de decir ni una palabra en directo. Confieso que siempre he sentido un respeto enorme por lo que supone la muerte. Por eso, suelo sentirme obligado a desentenderme de la feria de lamentos y obviedades que acompañan la pérdida de un ser querido. A veces incluso frivolizo, explico que rechazo tanto la idea de asistir a un sepelio, que espero no participar siquiera en el mío. Casi todas las veces que me he dejado arrastrar por la ira y he sido capaz de decir públicamente algo sobre un amigo muerto, me he arrepentido de hacerlo. Supongo que me arrepentiré también esta vez, me sentiré culpable por no encontrar la forma de glosar sinceramente a alguien tan querido e importante para mí como esta chica luminosa y diferente que quiso cambiar el mundo, logró cambiarse ella, y dedicó casi toda su vida a ser una mujer en permanente construcción, una imitación de libro de quién quería realmente ser, y –para mí- una amiga insobornable. No voy a contar mi última conversación con ella, pero la anterior –a base de esos guasaps irrepetibles y crípticos con los que escalaba el alma de los demás- fue sobre las razones que sostienen la amistad entre humanos tan distintos como son los hombres y mujeres. Hablamos de Alberoni y su catálogo de explicaciones sobre las ambigüedades y moralejas de la amistad y confieso que sentí que algo no iba del todo bien. No le di demasiada importancia: Dulce caminaba siempre sobre el filo de la complejidad, sus emociones no eran domésticas, y sus razones para vivir la intensidad (todos buscamos razones para hacerlo, incluso sin ser conscientes de ello) me resultaron siempre más abstractas y enrevesadas que las mías. Pero bajo esa costra impostada, en Dulce coexistían dos mujeres absolutamente irreconciliables: una decidida a asumir los riesgos de vivirlo todo al límite, sus ideas, sus pasiones, sus retos… y otra abrazada a un sueño de felicidad discreta, encarnado en su relación con F, maestro, pigmalión, enemigo, camarada, amante.
Durante cuatro décadas escribió casi todos los días el diario de sus grandezas y delirios. Un proyecto íntimo y hercúleo al que siempre volvía: su vida contada a nadie. Era una suerte de ejercicio literario –miles de páginas- que le aportaba paz y equilibrio. En esos años de literatura secreta construyó primero un personaje público polémico y vital, que antes de aburrirla le fascinaba: y fue así que ella, una maguita de Tacoronte, se entregó a todas las escalas del glamour, para descubrir finalmente que el que más le interesaba era el que alumbra la escritura. Comenzaba ya a desistir de su sueño de hacer una política distinta, y se sacudió a la búsqueda de un nuevo personaje. Acabó por reinventarse en la inspectora Anchieta y sus ficciones. Ella era María Anchieta. Y no sólo porque ambas lo habrían dado todo por proteger a Adán Martín.
No odiaba a nadie, pero sí odiaba la normalidad, detestaba la mediocridad y se sabía incomprendida: en agosto de 2005 fue reprobada por el Ayuntamiento de Las Palmas, por ‘sectaria’. Algún medio la presentó como persona ‘non grata’ en la ciudad. Sufrió uno de los últimos castigos del pleito: ser la única miembro de un Gobierno regional reprobada por los concejales de una capital isleña. Ayer, la alcaldesa Darias elogió a la difunta y la calificó como “defensora del patrimonio y la cultura de Canarias”. No hay nada como morirse para que todos te quieran de repente. Estoy seguro de que reflejar el lance de Darias en su diario le habría divertido.
No sé qué más contarte hoy. Solo siento que la muerte de Dulce Xerach es un despropósito brutal e inesperado. Un drama absurdo y absurdamente injusto.