Domingo, 14 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

La respuesta de António Costa, presidente del Consejo Europeo, a la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Trump, evidencia que Europa ha tardado en reconocer lo que esta ocurriendo: el país que diseñó el orden económico, militar y normativo de la posguerra, abandona los principios que han sustentado su relación con el viejo mundo y lo hace de manera deliberada y con instrumentos que desbordan el marco político tradicional.

 

El documento sobre seguridad nacional, publicado el pasado jueves por la administración Trump, no sólo formula prioridades geopolíticas de carácter general. Diseña también una estrategia de actuación directa en Europa, al incluir como objetivo explícito el apoyo a formaciones de ultraderecha –a las que califica de “patrióticas”- para “corregir” la actual trayectoria del continente. Se trata de una intervención ideológica y operativa asumida como política de Estado, algo impensable hace tan solo un par de años. Este nuevo enfoque debería entenderse en el contexto de transformaciones mucho más amplias: en el último año, EEUU ha impulsado cambios sustanciales en su política exterior, de seguridad y de intervención interior, que rompen con los principios centrales de su tradición política de posguerra.

 

El primero de esos cambios es el endurecimiento de la política migratoria, planteada como una cuestión de seguridad nacional: la inmigración se presenta como amenaza estratégica, como riesgo exintencial para EEUU, lo que permite acelerar deportaciones, ampliar periodos de detención, limitar recursos judiciales y coordinar operaciones entre agencias federales, estatales y militares, habilitando medidas excepcionales con menor control legal y muy escaso debate público.

 

El segundo cambio es inaudito, distópico: la militarización interna de la seguridad, con el despliegue de la Guardia Nacional en las ciudades demócratas y la frontera con México. La transferencia de funciones policiales a fuerzas militares supone una ruptura con el principio histórico de separación entre defensa exterior y orden público, y responde a un diagnóstico estratégico: la existencia de supuestas “amenazas”, difusamente vinculadas a la emigración que no pueden ser gestionadas por agencias civiles.

 

Otro cambio relevante es la reconfiguración del comercio internacional como instrumento coercitivo: la política arancelaria ha sido rediseñada como herramienta para obtener concesiones. Las tarifas ya no se justifican en la protección de sectores nacionales, sino como mecanismo de presión para modificar reglas europeas en ámbitos como tecnología o privacidad. El conflicto sobre la regulación digital explica que Washington condicione la reducción de aranceles a la relajación de normas que afectan a empresas estadounidenses, mientras actores privados coordinados con la administración adoptan represalias comerciales encubiertas.

 

Otro cambio, de gravedad extraordinaria, es la respuesta militar al narcotráfico. Desde el verano, se han producido más de veinte ataques militares contra embarcaciones sospechosas en aguas internacionales del Caribe y el Pacífico, con cerca de noventa personas asesinadas, algunas de ellas rematadas en el mar. La novedad es el uso sistemático de fuerza militar letal fuera de territorio estadounidense, sin proceso judicial y sin supervisión internacional. El bombardeo de las bases secretas del programa nuclear iraní también se realizó sin mediar provocación ni declaración de conflicto. Las operaciones se justifican en términos de “autodefensa preventiva” frente a amenazas transnacionales, pero es obvio que la doctrina vulnera las normas del derecho internacional.

 

Por último, la intervención política directa en Europa, saltándose la prohibición tácita de interferencia en procesos democráticos aliados. El apoyo a partidos concretos, responde a un diagnóstico ideológico: Europa está debilitada por políticas identitarias, migratorias y regulatorias que amenazan su “supervivencia” y debe ser auxiliada. Se asume que EEUU tiene legitimidad para influir en la política europea, no ya mediante diplomacia o cooperación, sino por la vía de la intervención partidaria.

 

En conjunto, todas estas medidas, unidas a la cercanía creciente de la administración Trump a los intereses estratégicos de Rusia, configuran la adopción por EEUU de un modelo basado en la acción unilateral y el abandono de la legalidad. Los cambios no responden sólo a impulsos ideológicos. Responden también a la percepción extendida en sectores del establishment estadounidense de que el orden internacional surgido tras 1945 ya no es funcional para los intereses del país, ni eficaz para contener rivales estratégicos como China. Por eso, el acercamiento táctico a Rusia, más allá de su aberrante simbolismo, debe interpretarse como parte de una estrategia más amplia de reconfiguración de equilibrios.

 

La advertencia de Antonio Costa reconoce la magnitud de esos cambios, pero refleja también el desconcierto europeo. Durante años, los gobiernos europeos asumieron que las tensiones transatlánticas eran episodios temporales, reversibles con el relevo presidencial. La evidencia reciente sugiere que el cambio es sistémico, no personalista, y que Europa no se ha preparado para un futuro en el que EEUU deje de ser garante del sistema, rompa todas sus alianzas y pase a ser absolutamente autónomo en el juego del poder planetario. En plata: vamos añorar los tiempos de la ‘Pax americana”.


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