Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

Francisco Pomares

 

Han pasado siete meses desde que el Tribunal Supremo ordenó al Gobierno de España cumplir con su obligación de garantizar el acceso de los menores extranjeros no acompañados solicitantes de asilo al Sistema Nacional de Acogida. Siete meses y solo 182 traslados. Ahora, el Alto Tribunal ha perdido la paciencia y da al Ejecutivo un plazo improrrogable de quince días para acatar su orden “sin excusa ni reparo”. En un Estado de derecho, esta frase no debería hacer falta.

 

La resolución del Supremo no es un exabrupto judicial. Es una consecuencia lógica de la dejadez de un Gobierno que ha convertido la política migratoria en una ruleta burocrática donde las vidas humanas se tratan como excedente del papeleo. Desde marzo, el tribunal exigió al Estado que asumiera la custodia de un millar de menores solicitantes de asilo que siguen hacinados en Canarias, en centros que fueron improvisados para emergencias y que hoy soportan el peso de una crisis estructural. El mandato era claro: en diez días, el Estado debía cumplir. Han pasado más de doscientos.

 

El Gobierno canario denuncio al tribunal el incumplimiento y la “trascendente demora” que mantiene a los niños en condiciones que vulneran sus derechos más básicos. Y el Supremo le ha dado la razón, recordando que el Estado no puede ignorar una sentencia firme como si fuera una recomendación. Pero mientras los magistrados dictan autos, el Gobierno sigue atrincherado tras trámites, protocolos y excusas administrativas para no hacer lo que la ley le ordena.

 

La hipocresía alcanza niveles sonrojantes. El mismo Gobierno que presume de “solidaridad” y de “humanismo” en los foros internacionales es el que bloquea los traslados internos de menores que ya tienen reconocido el derecho a protección internacional. La misma ministra que exige a la Unión Europea una política de acogida común permite que Canarias siga desbordada, sola, y cargando con responsabilidades que no le corresponden. La maquinaria política que condena la desobediencia judicial de otros, practica exactamente lo mismo cuando le resulta incómodo obedecer.

 

Desde hace meses, el presidente Clavijo denuncia que el Estado “impone obstáculos burocráticos” para retrasar los traslados. No se trata de un debate competencial ni de una diferencia política, sino de un incumplimiento judicial flagrante. El Supremo no pide al Estado que tenga compasión, pide que cumpla sus instrucciones. No exige empatía, exige obediencia a la ley. Y el Gobierno lleva siete meses pasándose las instrucciones del Supremo por el arco de triunfo.

 

En las islas hay más de mil menores que viven fuera del sistema que debería protegerlos. Son mil biografías en suspenso, mil historias que esperan algo tan elemental como un lugar donde dormir y un procedimiento que funcione. Que el Gobierno se declare progresista y construya su relato solidario con imágenes de inmigrantes, no le autoriza a desobedecer las resoluciones judiciales, ni a convertir la burocracia en excusa para el abandono.

 

La cuestión, al final, no es solo de jurídica. Se trata de una cuestión humanitaria, política, y profundamente moral. Si el Ejecutivo ignora las decisiones del Tribunal Supremo en un asunto que afecta a los más vulnerables, ¿qué respeto puede tener por la ley en los demás ámbitos? La responsabilidad de esta sinrazón, de esta instalación en la desobediencia, es de la misma gente que se indigna cuando los gobiernos regionales del PP no cumplen con las resoluciones legales sobre vivienda o sobre sanidad. Cuando la desobediencia procede de Moncloa, entonces la maquinaria de apoyo relativiza, revisa los argumentos y aplaza la indignación. Es asombroso que el PSOE canario se haga el loco ante este desprecio del PSOE por el cumplimiento de la legalidad. Es alucinante que los socialistas de aquí no hayan exigido al Gobierno de Coalición que preside Sánchez una solución clara al maltrato legal de esos mil muchachos y muchachas que sufren un abandono ilegal en sus derechos y expectativas.

 

El Supremo ha hablado con una contundencia que debería avergonzar al Gobierno: quince días y ni una excusa más, porque esta es la tercera vez que el Supremo da su ultimátum al Gobierno, y es probable también que sea la tercera vez que Sánchez se pase el ultimátum por el refajo. Si el Estado no cumple, no será solo un problema de gestión, sino de legalidad. En democracia, el poder político puede legislar, puede interpretar, puede incluso prometer lo imposible. Pero lo que no puede hacer es desobedecer al poder judicial. Y eso es exactamente lo que está haciendo Pedro Sánchez con los menores de Canarias. Me pregunto qué le queda a este Gobierno de progreso del espíritu que impulsó la acogida del Aquarius. Porque ya parece que de eso no les queda ni el folclore.


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