Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

Treinta años de trámites, pleitos, rupturas de gobierno, mociones de censura y acusaciones de corrupción dan para escribir la novela negra del Sur de Tenerife. O para resumir buena parte de la historia política reciente de Arona. La firma de la recepción del plan parcial de El Mojón —casi un millón de metros cuadrados en Los Cristianos— debiera cerrar, por fin, el capítulo más largo y envenenado del urbanismo sureño. Lo que ayer se presentó como un éxito de planificación “moderna y sostenible” es, en realidad, la rendición final de un municipio que ha vivido tres décadas secuestrado por un suelo demasiado jugoso para no ensuciarse las manos.

 

Hablamos de la mayor bolsa urbanizable de Canarias: 9.000 camas, la mitad hoteleras, la otra mitad residenciales, y una lluvia de millones en licencias, plusvalías y negocios satélite. Suficiente para torcer voluntades, dinamitar partidos y destrozar amistades políticas. El recorrido de esta aprobación es tan enrevesado que casi se pierde la cuenta.

 

Desde su inicio en 1996 y tras el proyecto de urbanización de 1998, El Mojón ha sido el epicentro de todas las guerras locales: las fracturas en el PSOE de González Reverón y su correlato, que acabó por poner fin al reinado de Mena, las investigaciones judiciales que tumbaron a varios concejales, las mociones de censura que cambiaron gobiernos a golpe de transfuguismo, los interminables enfrentamientos entre socialistas y nacionalistas, y las querellas que mantuvieron bloqueado el plan mientras la maleza crecía entre solares vacíos. Cada elección municipal traía su propio episodio: dimisiones forzadas, pactos rotos, alcaldes que entraban por puerta del Ayuntamiento y salían por la del juzgado.

 

Mientras, el botín de un suelo de oro seguía ahí, esperando. Sabían los promotores —y lo sabían también los políticos— que tarde o temprano la presión empresarial, la impaciencia de los vecinos y los números del turismo obligarían a abrir el candado. Y así fue. El Convenio Urbanístico de 2024 marca finalmente un punto de inflexión. Un año después, la recepción definitiva convierte en recuerdo siniestro de tres décadas de parálisis y miserias políticas, y coloca a Arona ante lo que será su mina de oro a cielo abierto.

 

¿Vendrá por fin un período de paz después de la guerra de décadas? En principio, eso parece ser lo que quiere todo el mundo. Hay un cierto hastío por el bloqueo sistemático de estos años, y sus consecuencias devastadoras en el tejido empresarial y sobre todo político de la ciudad. Aromas es sin duda la capital del Sur de Tenerife, pero su desarrollo se ga visto bloqueado mientras su vecina Adeje crecía imparable. Ahora se anuncia “desarrollo ordenado y sostenible”: tres hoteles de baja altura y con una edificabilidad inferior a la media, más 333.000 metros cuadrados de dotaciones públicas, 26.000 metros de parques, vías, aparcamientos y equipamientos culturales. Todo parece muy pulcro sobre el papel. Pero sería ingenuo olvidar que este mismo proyecto —con sus millones implícitos— fue el que pudrió la vida política de Arona, alimentó broncas empresariales que acabaron en los juzgados, dio pábulo a operaciones de destrucción absoluta del adversario, atrajo a una legión de leguleyos de fortuna, llenó los juzgados de políticos y empresarios, disparó las investigaciones policiales y generó titulares durante años. Por no hablar de la aparición –como setas tras la lluvia- de grupos más o menos mafiosos que se instalaron en las cercanías del pastel a repartir.

 

La pregunta que habrá que responder en los próximos meses y años es si esta interminable espera ha servido para algo. Si las lecciones de tantos procesos judiciales, tanta fractura partidaria, tanta denuncia y tanta sospecha, van a lograr cambiar la manera de hacer ciudad, o si todo ha quedado tan definitivamente envilecido que ya no tiene mucho sentido esperar cambios, al menos mientras sean los mismos protagonistas del desastre de tres décadas der conflictos, los que ahora pretenden beneficiarse de la pacificación. Quizá todo sea más sencillo, y   simplemente se ha llegado al mismo destino, pero treinta años y una multitud de escándalos después.

 

La alcaldesa Lemes celebró ayer el “paso decisivo” que supone la recepción del plan parcial, y prometió una brújula más orientada a partir de ahora. Ojalá ocurra así, aunque las hemerotecas están llenas de pomposas declaraciones de alcaldes que un día pronunciaron las mismas palabras y acabaron declarando en vista oral. El Mojón es, por desgracia, un recordatorio de que el urbanismo en Canarias no suele ser inocente. Aquí, la política local se ha medido siempre en metros cuadrados, y cada metro tenía precio, nombre y padrino.

 

La firma de ayer debería ser una extraordinaria noticia, un éxito de una ciudad dispuesta a dejar atrás su turbulento pasado. Pero más que a final feliz, lo de ayer suena a epílogo de un drama compartido por miles de vecinos. Después de treinta años de peleas y golfadas, de alcaldes y concejales consumidos por la avaricia y por sus actos rotos, el gran proyecto que volvió loca a la ciudad, se desbloquea sin casi estridencia, prácticamente como un trámite silencioso, como si nada hubiera pasado nunca. Pero ocurrió, vaya que sí. Y convendría no olvidarlo.


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