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El pin


Por Francisco Pomares

Publicado en El Día

 


El debate es sobre un pin parental que los de Vox se han sacado de la manga para tocar las narices y que además han conseguido venderle al PP y a Ciudadanos. Podría decirse que la que se ha liado (además de resultar harto conveniente para que no se hable del asunto del nombramiento de la señora Fiscala) es una nueva demostración del muy primario nivel de estupidez en el que nos hemos instalado en este país: la ministra Celaa se dejó caer con unas declaraciones en tono guerrero, en las que ha asegurado que "los padres no son los dueños de los hijos", y ante la bronca organizada por la derecha alzada, la izquierda ha recurrido incluso a las referencias doctrinales, haciendo circular por redes y argumentarios una frase del Papa Francisco, en la que asegura que "los padres son los custodios, no los propietarios de sus hijos". Una frase irreprochable, tan útil para posicionarse en la pelea de las redes, como inútil para ilustrar la naturaleza del conflicto provocado por la pretensión de Vox de implantar el pin de marras en aquellas regiones donde con sus votos sostiene al Gobierno.

 

Porque a estas alturas es bastante evidente que los hijos de las personas son también personas, y que las personas no tienen dueño. Como es idiota desviarse del asunto en cuestión, que se resolvería respondiendo a un doble reto: primero, ponernos de acuerdo sobre quién debe decidir qué formación moral reciben nuestros hijos, y segundo, determinar las diferencias entre formación moral y educación reglada. A la primera pregunta responde con claridad la Constitución española: los padres tienen derecho a decidir que "sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". El derecho a la educación, amparado por la Constitución en su artículo 27.1, no tendría sentido sin la libertad educativa, un término que también aparece en ese mismo epígrafe constitucional. Es obligación del Estado, a través de sus órganos e instituciones, facilitar los medios para que las familias puedan ejercer la libertad de educar a sus hijos en sus creencias. Pero esta defensa de una Educación elegida debe conciliarse necesariamente con la existencia de una Educación reglada, diseñada por las comunidades autónomas y las autoridades académicas, y que debe ser igual -no siempre lo es- para todos los estudiantes del país. Las familias no pueden imponer sus criterios ni al centro ni a los programadores educativos, pero estos tampoco pueden imponer una concreta doctrina, ideología o filosofía, contraria a las creencias y sentimientos de los padres. La lógica sería acudir al sentido común, y buscar siempre la conciliación entre posiciones diferentes, o presentar los asuntos conflictivos, especialmente en cuestiones de género o sexualidad, pero también aquellos relativos a la identidad étnica, desde la tolerancia y el respeto a los demás, buscando el mayor consenso social posible y evitando la confrontación o provocar el rechazo de los alumnos y sus familias.

 


La pretensión de Vox no persigue defender el legítimo interés de que los estudiantes no reciban adoctrinamiento contrario a las creencias familiares: lo que se busca recurrentemente en la práctica totalidad de las iniciativas de Vox es provocar la reacción de los de enfrente, crear más división entre españoles de derechas y españoles de izquierdas. Ahora lo hacen sobre asuntos que tienen más que ver con los derechos humanos, especialmente los de las minorías. Pero el problema no es solo lo que hace Vox, sino la reacción del Gobierno, basada en amplificar el asunto, y convertirlo en otro motivo para radicalizar nuestros antagonismos y llevarnos hasta ese extremismo en el que parece que ahora todos se sienten tan cómodos.

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