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En las tripas

 

Por Francisco Pomares

 

  • Lancelot Digital
  • Cedida
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    La tabacalera Reynolds JTI dio trabajo a 250 familias de El Paso. Fue sin duda la mayor industria de La Palma, y su segunda empresa en número de trabajadores contratados, después del Cabildo. A finales de los noventa, los japoneses pujaron por hacerse con JTI y al final lo lograron. Nadie supo evitar después que la fábrica acabara por cerrar. Fue un buen palo, sobre todo para la comarca. El Cabildo se quedó con las instalaciones, que fueron recicladas en un enorme Centro Empresarial e Industrial, de más de cinco mil metros cuadrados, que nadie sabe muy bien para que servía. Hasta el volcán.

     

    Ahora se amontonan y clasifican aquí los enseres de las familias desahuciadas por la lava, y también las donaciones que se reciben, para ser distribuidas. Trabajan hasta 400 voluntarios, de ocho a ocho, en turnos de mañana y tarde, que a veces se amplían cuando hay evacuaciones imprevistas. Y también aquí, después de unas semanas de pasar frío y estrecheces en el centro de información turística de La Caldera, se instaló la coordinación de los distintos efectivos que trabajan para el Pevolca: los militares de la UME con sus sofisticados equipos y sus drones suicidas, las policías locales de los tres municipios afectados, la Policía Nacional, la Guardia Civil, la Cruz Roja, los voluntarios de emergencias… repartidos en minúsculos cubículos, constituyen las tripas de la pelea diaria contra el volcán. Una pelea agotadora que se libra en dos frentes: por un lado ellos y por otro los científicos, y en medio esa extraña pareja de hecho que son hoy el ingeniero Miguel Ángel Morcuende y el vulcanólogo Stavros Meletlidis. Uno se ocupa de la emergencia, y el otro coordina el comité científico, medio centenar de expertos que intentan comprender este “gran macho cabrío” –así lo definió Morcuende- y adelantarse a sus sorpresas.

     

    El trabajo que se mueve desde la antigua fábrica es como un pulso agotador con las horas: me presentan a Montse Román, coordinadora de emergencias, una mujer joven, bajita y resuelta. Me avergüenza entretener su tiempo, pero supongo que también necesita un respiro. Me cuenta que dejó Cataluña para encontrar un destino más tranquilo, y aterrizó en La Palma. Durante algún tiempo se hospedó en un hotel de Los Cancajos, pero los temblores no le dejaban dormir y buscó refugió en el norte, más lejos del epicentro sísmico. Ahora consigue descansar unas horas al día. Ella controla a decenas de equipos repartidos por la zona de exclusión. La mayor preocupación ahora es vigilar las emisiones de gas. Decenas de miles de toneladas de dióxido de azufre, enviadas todos los días a la atmósfera, o los vapores de arsénico, que no avisan y pueden matarte en segundos. La Guardia Civil irrumpe a veces en las zonas habitadas, a voz en grito amplificado por los altavoces, urgiendo al desalojo. Algunas familias palmeras han pasado por esa broma ya varias veces, y te cuentan que los pelos se ponen de punta y el corazón se dispara cuando escuchas la orden imperativa de dejar todo y salir ya con lo puesto, porque el gas no avisa.

     

    Hablo también con el capitán Boixerau, de la UME, que vino con su tropa desde Torrejón para frenar el volcán. Moreno, recio, educado y cortés, le pillo desayunando, con un raquítico corte de bizcocho en la mano izquierda. Saluda cordialmente, sin llevarse su ración a la boca, pero sin hacer el más mínimo amago de soltarla. Explica su trabajo y el de los suyos con la modestia amable y displicente que define el estilo castrense. Le pregunto cuando se irá y contesta sin matices “cuando esto acabe”. Y dice la verdad: ha acudido a hacer lo suyo, lo que toca, lo que se ha entrenado para hacer, y aguantará -con raciones de bizcocho si hace falta-, el tiempo que sea preciso. Este capitán de apellido catalán, y la insomne Montserrat, y los guardias civiles que han decorado la habitación de al lado con dibujos infantiles del volcán, o los de Cruz Roja de la congelada oficina de enfrente, los inempáticos científicos del griego Stavros, obsesionados con domar las entrañas del cabrón, los 400 voluntarios que ordenan muebles y ropa y comida… ellos son los de quien poco se habla, y a los que nadie reconoce, los anónimos hijos que la nación requiere.

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