Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

Algunas palabras o expresiones usadas en política, suenan poco creíbles: valores, moral, razón de Estado, dimitir, honradez… Otras, como “espontaneidad”, suenan casi instantáneamente a lo contrario que significan. Calificar de ‘espontanea’ la parca manifestación frente al edificio del Supremo, que congreso ayer a algunos centenares de ciudadanos enfadados por la sentencia sobre el Fiscal General, parece casi un descaro: la manifa fue tan espontánea como concurrida. Cuando Sánchez se nos presentó como hombre dispuesto a dejar la Presidencia por amor, por lo menos se trajeron a unos miles de afiliados en guagua hasta Ferraz, a hacer de claque. Si lo de ayer nos dice algo es que el PSOE no acaba de recuperarse de los koldos, ávalos, cerdanes y leires, y ya no le salen las espontaneidades con el mismo brillo de antes.

 

“Manifestación espontánea”. El uso del término sirve para calificar de “natural” una escenificación cuidadosamente organizada, para convertir en fervor popular lo que es consigna, y, dar amparo y cobertura a estrategias de presión contra los jueces. Lo estamos viendo estos días con algo tan grave como la reacción del Gobierno a la aún desconocida sentencia del Supremo. Cuando escribo estas líneas, ni siquiera ha sido publicada, pero eso no impide que viceYolanda descalifique como bochornosos los argumentos jurídicos de una sentencia cuyos argumentos jurídicos desconoce aún, o que ministros del Gobierno y líderes de Podemos aseguren que la sentencia supone un golpe de Estado “como el de Tejero y Milans”. No parece razonable que desde el bloque de Gobierno se asegure que el Supremo debe “explicarse mejor”, como si a los magistrados les correspondiera someter sus resoluciones a Ejecutivo. Sánchez, más prudente en las formas pero no en el fondo, insistió en la inocencia del fiscal general -de ‘su’ fiscal general- y remató con su convicción de que el Constitucional “desmontará” la resolución del Supremo. No es una frase inocente. Sugiere que en Moncloa ya se intuye o conoce el sentido del fallo, o se confía en que el tribunal actuará como sala de apelación política, algo que no puede hacer el Constitucional. Su función no es corregir sentencias penales, como un tribunal de casación. Sólo puede intervenir en el caso de que considere que el Supremo ha atentado en su instrucción contra derechos fundamentales del fiscal. El presidente del Gobierno no ha tenido ningún reparo en insinuar que un fallo del Supremo puede ser corregido por “sus” magistrados en el Constitucional. Es decir: no les preocupa la presión política sobre los jueces, siempre que la practiquen ellos.

 

Y mientras el Ejecutivo afinaba sus mensajes, surgía –sorpresa- una manifestación “espontánea” frente a la sede del Supremo. Convocada por redes sociales con la naturalidad con que se cocinan las acciones de partido, reunió a las dos figuras que más daño han causado a la credibilidad de la Fiscalía y la judicatura en los últimos veinte años: la ex fiscal general Dolores Delgado, y Baltasar Garzón. Los dos aparecieron proclamando que lo ocurrido es lawfare, persecución judicial, guerra jurídica. Lo hicieron muy espontáneamente, con el desparpajo de quien se sabe impune y útil para convertir cualquier decisión judicial incómoda en maniobra política.

 

España tiene experiencia en esto de las “espontaneidades”. Las dos manifestaciones más espontáneas de nuestra historia fueron las de apoyo a Franco en la Plaza de Oriente: la de 1946 -aquella del famoso “si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos”- y la organizada tras los fusilamientos de septiembre del 75. Nada como un régimen autoritario para cultivar el arte del fervor genuino por decreto. Que ahora se recurra a ese estilo, aunque sea de forma más sutil, para defender a un fiscal general y presionar al Supremo debería alarmarnos.

 

Estamos convirtiendo en rutina algo que era impensable: que un Gobierno deslegitime a los tribunales cuando sus decisiones no le gustan, que un partido en el poder califique de “desvergüenza” una sentencia y condicione su interpretación futura por el Constitucional, que altos cargos insinúen que existe una justicia “buena” -la que le favorece- y una “mala” -la que se limita a aplicar la ley-. Y que, para completar el cuadro, se movilice a los viejos apóstoles del lawfare para dar la sensación de que el pueblo está en la calle indignado por una injusticia, cuando lo que realmente hay es pura y simplemente un intento organizado de presionar al poder judicial.

 

Aquí ya no se discute una sentencia. Se discute si la ley y los tribunales están subordinados a las necesidades del Gobierno. Si el Supremo puede juzgar como considere o si debe mirar de reojo al Constitucional. Si la Justicia debe detenerse ante el poder político por temor a que se acusada de “persecución”. Así, mientras discutimos si la justicia actúa “politizada”, el verdadero problema -la presión creciente del poder sobre los tribunales- avanza espontáneamente.


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