Este ruido tan de aquí

Francisco Pomares
El debate sobre la regulación del alquiler vacacional en Canarias no ha sido precisamente ejemplar. Desde hace una década, cada intento de ordenar el mercado turístico, se ha convertido en un campo de batalla ideológico, donde se confunden los derechos individuales con la especulación, la protección del territorio con el intervencionismo, y el interés general con la oportunidad política. Lo sucedido ayer en el Parlamento, no es más que otro episodio de una discusión en la que parece inútil pedir sensatez a sus participantes.
La norma, impulsada por Jessica de León, ha salido adelante, como se esperaba, con el apoyo de los grupos que respaldan al Gobierno. El resultado -39 votos a favor y 30 en contra- refleja el desacuerdo entre una mayoría que quería cerrar un expediente inabordable desde hace años y una minoría que ha preferido agitar el miedo a exageraciones tan peregrinas como la “expulsión de los canarios de su tierra”. La ley llega después de una larga cadena de frustraciones: no es la primera vez que se intenta regular el alquiler vacacional: en 2015 el Gobierno de Rivero aprobó un decreto que fue anulado parcialmente por el TSJC, y lo mismo ocurrió con los intentos posteriores de Clavijo y Torres. Todos los partidos palmaron con propuestas en el límite de lo constitucional, que intentaban hacer pasar por política turística un problema de política de vivienda. El texto aprobado ahora no resuelve esa contradicción, pero reconoce que existe.
Entre presiones del sector, amenazas de recursos judiciales y el ruido permanente de los partidos que han convertido el alquiler vacacional en la peor desigualdad que vive Canarias, el resultado es un texto lleno de precauciones y lagunas. Un texto con tantas asignaturas pendientes como certezas: habrá que abordar en otra normativa la unidad de explotación -para evitar el descontrol de licencias en un mismo edificio- y la llamada “residencialización” de las zonas turísticas, un término inventado para disfrazar la existencia de un conflicto real entre los que viven del turismo y los que viven en el turismo. Pero al menos existe un punto de partida. Y eso ya es mucho más de lo que ha habido en los últimos años.
La oposición, en cambio, ha optado por la exageración y la queja: han acusado al Gobierno de “legislar contra su pueblo”. Una frase sonora, pero que no significa nada: la mayoría de los pequeños propietarios seguirán alquilando sin mayores sobresaltos. Lo que cambia es la exigencia de orden y control, porque el descontrol -esa figura tan canaria- ha terminado por convertirse en problema estructural. El momento más teatral del debate fue la denuncia de la canarista Esther Gpnzález que acusó al Ejecutivo de “abrir la puerta a la expulsión de miles de familias de las zonas turísticas”. Es lo mismo que se repite cada vez que una norma intereses consolidados. Resulta llamativo que quienes piden moratorias, límites y excepciones no vean la paradoja de defender a la vez la libertad absoluta de alquilar sin condiciones.
También ha habido espacio para el folclore parlamentario. El enfado de la oposición por las 24 enmiendas in voce presentadas a última hora -una práctica tan vieja como el propio Parlamento sirve para titulares, pero no altera el fondo del asunto. Entre las enmiendas rechazadas estaba la que proponía permitir que los hijos de los propietarios pudieran heredar directamente la licencia del negocio familiar. Un gesto más simbólico que práctico, que demuestra hasta qué punto el debate se ha reducido a anécdotas, mientras las cuestiones de fondo -la convivencia entre el uso turístico y residencial, la fiscalidad, o el impacto sobre el mercado del alquiler- siguen esperando respuesta. Es evidente que la ley no deja a todos contentos. Pero eso no la convierte en inútil. Las normas que de verdad sirven suelen molestar a muchos, porque cambian costumbres, introducen controles y exigen responsabilidades. En este caso, el problema no es que la ley sea “una rendición ante los grandes empresarios turísticos”, como repite la oposición, sino que algunos grupos políticos prefieren seguir en campaña antes que asumir que gobernar consiste también en decidir.
El alquiler vacacional sigue siendo un asunto espinoso, y probablemente esta norma acabe en los tribunales –como todas las anteriores- y tenga que ser revisada y completada. Pero al menos coloca el debate en un marco realista: ni los propietarios son enemigos del pueblo, ni los hoteleros depredadores sin alma. Lo que se necesita y lo que todavía no se ha logrado es una política de vivienda seria que reconozca que el turismo no es el problema, sino la coartada que usamos para no hablar de lo que de verdad ocurre en esta tierra. Lo demás, por ahora, es ruido. Mucho ruido.