Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

 

No hay necesidad de grabaciones clandestinas ni sobres llenos de billetes para que el hedor a podredumbre se cuele por las rendijas del poder. A veces basta con una factura, una reforma legal hecha a medida y una tarjeta de visita con el membrete de un despacho de abogados bien conectado. Lo que sabemos hoy del ‘caso Montoro’ –un exministro de Hacienda que puso el BOE al servicio de los intereses de sus exsocios- es una radiografía obscena y repetida de cómo se comercia con la política desde las alturas del Estado.

 

Cristóbal Montoro no es una figura secundaria en el sistema político español. Fue arquitecto fiscal del Gobierno de Mariano Rajoy, el hombre que diseñó los recortes, el que exprimió a los autónomos y persiguió con saña al ciudadano común mientras abría la puerta trasera a sus clientes. Su consultora, Equipo Económico, no se escondía de nada: tenía nombre, sede y razón social. El juez que le ha imputado llevaba siete años investigando bajo secreto sumarial, que ahora se ha levantado sacando a la luz una espesa podredumbre: en su tiempo de ministro plenipotenciario de Hacienda, Montoro diseñó -al menos- dos reformas legales para favorecer directamente a empresas gasistas que pagaban –sin disimulo alguno– por asesoramiento y servicios del bufete que él fundó. De los 28 procesados, diez son exaltos cargos del Ministerio, cinco miembros de la consultora, seis directivos de las empresas que pagaban a Equipo Económico, y el resto, colaboradores necesarios de distinto tipo y pelaje.

 

No hablamos de sospechas, de rumores vagos o interpretaciones forzadas. Hablamos del paquete completo de la corrupción, nada menos que siete delitos tipificados: cohecho, prevaricación, fraude, tráfico de influencias, negociaciones prohibidas, corrupción en los negocios y falsedad documental. La batería al completo. Es cierto que aún no hay condena, y que a Montoro le asiste el derecho de ver su nombre e historia precedidos del ‘presuntamente’. Pero lo que hay ya, lo que ya se sabe, resulta políticamente insoportable.

 

El Partido Popular lleva meses instalado en el cielo de las declaraciones regeneracionistas y las promesas de ejemplaridad, y le ha estallado en tierra un escándalo mayúsculo. Como era previsible, han reaccionado con tibieza. Probablemente se teme que escarbar en el pasado pueda levantar alfombras bajo las que se oculta más inmundicia que bajo algunas lápidas. “Aquí no hay mordidas ni prostitutas”, ha osado decir Juan Bravo, vicesecretario de Hacienda del partido, más preocupado por los aspectos torrenteros que han acompañado las aventuras de Cerdán, Ábalos y su lugarteniente Koldo, que por el latrocinio de guante blanco de su propio ministro predilecto.

 

Montoro, por supuesto, se ha dado de baja del partido, gesto que sugiere lo evidente: le ha evitado al PP tener que expulsarlo, desautorizarlo, o reprenderlo públicamente. Aquí no se han producido rasgamientos de vestidura, ni solicitado comisiones de investigación, ni pedido dimisiones.  La ética, cuando conviene, se guarda en un cajón bajo siete llaves. Será porque estos golfos de ahora no llevan tacones ni anuncian sus servicios en portales lúgubres: visten trajes de mil pavos, se citan en despachos de los barrios financieros y todo lo facturan con IVA. Es probable que almuercen con frecuencia en restaurantes con una estrella Michelín y jamás se hayan subido cuatro juntos en un Peugeot. Su sudor olerá a limpio, neutralizado por perfumes caros. Me van a perdonar si me sale el punto cutre, pero hay cierta humanidad en las miserias mundanas de los golfos de medio pelo, los Koldos y las Leires, y muy poca en los impecables pecados de estos Masters del Universo.

 

Es cierto que el PSOE ha perdido toda autoridad moral para sacar pecho. Mientras el habitual clama contra los lobbies del pasado, Sánchez se mantiene en Moncloa con otros igual de activos, quizá menos repeinados, pero que aprendieron como aplicar la lucha de clases al reparto de dividendos y canonjías del Estado. Y aprendieron rápido.

 

SuperSánchez es maestro en el arte de la provocación y el despiste: aprovecha la ocasión para que el equipo de opinión sincronizada intente tapar la peste del caso Cerdán con el recurso del “y tú más”. Pero aquí no se trata de elegir qué basura huele peor. Se trata más bien de entender que esta forma de hacer política –este mangoneo institucional, este trasiego de puertas giratorias, influencias cobradas y favores legislados– está podrido en su raíz. No es un problema de la izquierda o la derecha, sino de una forma de hacer política que afecta a todos los que se colocan y no tiene el más mínimo interés en erradicar el sistema de coimas.

 

El problema no es Montoro, sino lo que Montoro representa: un modelo de poder sin vigilancia, donde el Estado se convierte en sucursal del interés privado, la ley se escribe en función de las tarifas de los bufetes, y la decencia es un eslogan que se agita en campaña y se olvida en cuanto se pisa moqueta. Feijóo debe saber que no basta con callar y dejar hacer a los jueces. Está llamado a limpiar de verdad su propio patio.  Porque lo de Montoro no es un caso aislado. Es otro síntoma de un sistema de partidos penetrado por la avaricia.

 

 


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